El Editorial

El Consejo de Seguridad de la ONU o una batalla por la irrelevancia

La ampliación del Consejo de Seguridad de la ONU propiciada por los Estados Unidos con el propósito de sincerar o de rectificar una anomalía de la política mundial, ha creado más problemas de los que se suponía está llamada a resolver. Estados Unidos veía como irónico e incómodo que Alemania y Japón (países de tanta influencia y de tanto peso en la economía y en la política mundial, muy consecuentes aliados durante los años de la Guerra Fría) estuvieron fuera del Consejo de Seguridad y que apenas se les diera acceso de tiempo en tiempo como miembros no permanentes, sin derecho de veto, como cualquier país del Tercer Mundo.

Era irónico ciertamente. Lo era porque desde todo punto de vista su representatividad y su radio de acción les conferían un status que en nada puede desmerecer al de la Gran Bretaña o de Francia o al de la sobreviviente Rusia, heredera del sillón de la antigua URSS en el Consejo. ¿Rusia adentro y Alemania y Japón afuera? No era posible. Esta reflexión, como también consideraciones económicas, llevó a los Estados Unidos a propiciar que el número de miembros permanentes del Consejo de Seguridad fuera ampliado. La cuestión no ha resultado sencilla porque, obviamente, no podía quedarse apenas con el ingreso de los dos grandes países. Tenía que buscarse lo que se llama en el lenguaje de la Isla de la Tortuga la «representación regional». Hasta ahora el concepto de «representación regional» había funcionado porque un país podía optar a una posición por un periodo y si no lo lograba quedaba abierta la posibilidad de la negociación o de la alternabilidad como ocurre con la Presidencia de la Asamblea General o con el acceso al propio Consejo como miembros no permanentes. La situación de la elección al organismo supuestamente estratégico de la ONU es diferente: con ella se consagra un privilegio «permanente», es decir, por todo el tiempo previsible.

En las regiones, la cuestión ha causado más desavenencias que coincidencias. En América Latina son visibles y están a punto de dañar alianzas incluso económicas y esquemas de cooperación de mayor significado y de alcance vital, mucho más relevante para nuestros pueblos que el sillón del Consejo. Argentina y Brasil están enfrentados por el sillón. ¿Cómo decir quién tiene más méritos entre el uno y el otro? Hay quienes en la disputa recuerdan la historia de países donde de tiempo en tiempo reaparecen las dictaduras militares. Todo le convendría a la región menos tener en el alto organismo de la ONU a un embajador con charreteras reales o simbólicas. De ahí que se haya pensado también en México, un país con las credenciales de una participación de medio siglo en la historia de la ONU, desde Chapultepec en 1945.

El Presidente Fernando Henrique Cardoso, con la inteligencia de gran estadista y de gran sociólogo, ha expresado que más vale tener buenos vecinos que un puesto en el Consejo de Seguridad. Es cierto. Lo que América Latina debe analizar no es la cuestión superflua de que uno de sus países vaya al Consejo de Seguridad. Lo que debemos pensar los latinoamericanos es para que va uno de nuestros países a ese organismo. Quizás estemos librando una batalla campal por la conquista de la irrelevancia. Mientras exista el derecho de veto el Consejo de Seguridad será un organismo antidemocrático. América Latina se opuso a ese privilegio desde la conferencia de San Francisco. Lo que debemos hacer, por consiguiente, ya a fines del siglo XX y a 50 años de la fundación de la ONU es retornar a nuestra posición de entonces, volver a las raíces y postular la democratización del organismo. Durante medio siglo el derecho de veto ejercido por las potencias rivales de la Guerra Fría paralizó al Consejo. No existiendo ahora las razones de dos sistemas antagónicos que se disputaban el control de la política mundial y el dominio sobre sus zonas de influencia, ¿cuál es la justificación de ese derecho de veto tan antidemocrático como anacrónico?

América Latina tiene ahora una ocasión propicia para contribuir a la democratización del organismo mundial solicitando, más que la ampliación del número de miembros permanentes, la eliminación del derecho de veto. El propio status de miembro permanente ¿no es ya obsoleto? ¿No fue dictado por las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial? ¿Por qué medio siglo después nos empeñamos en defender lo que entonces fue creado como una cuestión que ya no tiene vigencia?

La batalla por la irrelevancia que se está llevando a cabo en la ONU este otoño de 1997 no es sino otro síntoma de que la crisis del organismo mundial no se percibe en sus verdaderas dimensiones. «No entendemos lo que está pasando (dijo Ortega y Gasset) y eso es lo que está pasando». Pasa en la ONU y fuera de la ONU. Fernando Henrique Cardoso tiene la palabra.

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