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El final de un ciclo político

En Colombia asistimos al final de un ciclo político amplio. El ciclo abierto por la Constitución de 1991 dio todo lo que podía dar y ha muerto. El país ha llegado a una situación límite, exteriorizada por la detención asombrosa del ex presidente Álvaro Uribe Vélez, resultado de una serie de combinaciones  en la cúspide del principal organismo de justicia del país.  No es la primera vez que la ciudadanía se siente impotente ante la arbitrariedad judicial, pero sí es la primera vez que esa impotencia ante la brutalidad judicial llega a tales niveles.

Colombia se ve aprisionada por un marco de hierro que ella no comprende ni acepta, por un sistema forjado a espaldas de la representación popular, por vías de hecho,  que destruye sistemáticamente las garantías democráticas y anula la libertad individual. Nada como esa detención de un senador y ex jefe de Estado, por motivos políticos,  había ocurrido antes en Colombia. El fin de ese ciclo político  es pues aparatoso y anuncia convulsiones cada vez más violentas y generalizadas.

La detención de un expresidente de la República, sin causales reales, por instigación de una minoría política, incrustada en sectores con poder decisorio en el poder judicial, y las maniobras  judiciales simultáneas y no menos extravagantes contra el presidente en ejercicio, Iván Duque, son el preludio de choques institucionales fuertes que el país está obligado a encarar con determinación y a sofocar y desraizar si no quiere ver, a cortísimo plazo, la erección de un sistema totalitario  de tipo comunista, que aparecerá ante los indiferentes como un compendio de virtudes y de sociedad pura y perfecta.

Lo peor es que ya existe un embrión de ese Estado totalitario. Él está incrustado en el centro del sistema colombiano. Cuando en la más alta instancia del servicio público de justicia, la CSJ, el ente  fallador admite como válidos y probados los argumentos del acusador (comunista), sin que los descargos probados del acusado (liberal) sean tenidos en cuenta y sean rechazados como “jugaditas para engañar”, el embrión del Estado totalitario, en toda su monstruosidad, está ya allí.

De ese caos el país  debe salir acudiendo con determinación, y lo más rápidamente posible, pero sin precipitaciones, a medidas  drásticas de tipo político, legal y administrativo, y también a medidas de revisión  constitucional, sobre todo de la justicia y de los factores que limitan los poderes constituidos, preservando la legalidad y la unidad de un país que se dispone a defender su heredad y el sistema democrático por todos los medios.

La Constitución de 1991 mostró sus límites y carencias. Estas no cayeron del cielo. En la redacción de esa Constitución participaron militantes de dos fuerzas subversivas que intentaron, lográndolo solo a medias, introducir nociones que el marxista italiano Antonio Negri condensará años después en su ensayo  “il potere costituente”, destructor de la democracia representativa, que inspiraron ulteriormente la teoría del “Estado comunal” de Hugo Chávez. 

El texto constitucional de 1991, con su propuesta de “autonomía” local y de descentralización del  poder y de “democracia participativa” y “pluralista”, abrió las puertas a la negación de todo eso, a una farsa de “participación”, a una farsa de “pluralismo” (el pluralismo que inspira a la JEP y al resto de poder judicial es de lo más admirable).

Esa Constitución no ayudó a salir a Colombia del caos institucional que fue multiplicado, en gran medida, por el falso “proceso de paz” del gobierno de ocho años de Juan Manuel Santos. El resultado del referendo de 2016, mediante el cual los colombianos abolieron el acto de rendición infame del Estado santista ante el bloque narco-terrorista de las Farc, fue desconocido y violado por el gobierno de Santos. Ese fue el gran momento de nuestra “democracia participativa”: el voto de los ciudadanos  fue excluido y estigmatizado.  Pero el responsable de eso no fue solo el poder ejecutivo. Este cometió ese crimen con la colaboración del poder legislativo y del poder judicial, sin que la Constitución haya podido impedir, gracias a sus disposiciones,  tales desafueros.

El fin del ciclo abierto en 1991 queda a la vista de todos. Ese acontecimiento y lo que acabamos de ver con la detención del expresidente y senador Álvaro Uribe, muestran que el país debe poner fin a la escalada subversiva y emprender, al mismo tiempo, un proceso de revisión constitucional de fondo. Solo medidas de ese alcance pueden  impedir que triunfe sobre las mayorías nacionales el objetivo de una minoría fanatizada: la degradación hacia el socialismo revolucionario, o comunismo del siglo XXI.

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