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El Henoch del Páramo

Una mañana de 1912, el cielo relumbraba  y la espesa niebla   bajaba del páramo, salió mano Wecelao Moreno, el Henoch del páramo; su peregrino deambular  era un acontecimiento que conmocionaba al pueblo, rara vez salía de las tejas y tapiales que lo aislaban. Se enclaustraba durante semanas rezando y murmurando oraciones tirado en el suelo abrazado a la tierra.  Al  despertar de su trance tenía la mirada perdida, el rostro desencajado. En su hogar evitaban ver sus relampagueantes ojos, lo trataban como si fuera una errante sombra.

Pocos se imaginaban que ese jueves de resurrección saliera a profetizar el Henoch de San Rafael. Hacía meses que callaba, sólo se dejaba ver entre los sembradíos e iba de un lado a otro  enloquecido, hiriendo con su flameante mirada a quien se encontrará. Al llegar a la plaza se devolvía corriendo a su caserón, mientras  se persignaba con gestos nerviosos. El temor dominaba a quienes veían al poseído, con la  mirada enrojecida y perdida, eran la ventana de su alma atormentada y se preguntaban qué estaría viendo.  Al enconcharse dentro de sí, veía paisajes, guerras y destrucción. Las visiones que más le aterraban, era la de unos morrocoyes gigantes que escupían fuego, sembrando la tierra con muerte y desolación   a su paso dejaban huellas sangrantes. No comprendía  esas visiones que le robaban el sueño, ¡sólo muerte y dolor!…, sólo sangrientas guerras de la humanidad contra la humanidad. Al meditar sobre ellas, recordaba   el  Apocalipsis de San Juan, y los bíblicos signos que señalarían el juicio del Señor;  al encontrar coincidencias entre sus alucinaciones y la Biblia se le oía gritar:

—¡Perdónanos Señor!, ¡aléjanos del mal!Para exorcizar las visiones que lo aguijoneaban se enclaustraba a rezar durante días en su casa, rogando piedad para la humanidad. Cuando las oraciones dejaban de brotar de su reseca  boca empezaba a llorar. Nadie en su hogar ni en   San Rafael de Mucuchíes podía ocultar su temor ante los ataques de locura profética. En los días santos, como ese jueves de 1912, salió con el sol de su caserón; murmuraba fragmentos del Apocalipsis de San Juan.

Mientras más lo releía su desesperación aumentaba, veía sellos rotos y alados ángeles tocando áureas  trompetas por donde pisaban sus cotizas: esa tarde en la plaza frente a la iglesia los mucuchienses jugaban con un trompo de la suerte   para divertirse y apostar vasos de miche recién destilado del alambique del Cambote. Estaban  haciendo sus apuestas, cuando apareció el viejo barbado y causó una  conmoción: subía lentamente a la plaza, iba en búsqueda del ombligo del pueblo. Su barba, poblada por blancas hebras, flotaba como ceniza por la fuerte brisa, una  cobija negra apenas cubría su flaca y desgarbada figura,  que dejaba ver el cuello de  su  desecha  camisa. Entre las manos asía con fuerza un báculo. Lo había tallado  de cedro, pues había leído en el Viejo Testamento que los profetas los  aferraban entre sus manos desde tiempos de Moisés, y él se veía a sí mismo como un profeta a la búsqueda de  inspiración divina. Nadie imaginaba qué nuevo toque de locura le habría dado.

Al sentir su cercanía y ver su alucinada mirada, los reunidos en la plaza se dispersaron y dejaron al trompo girar que choco con sus cotizas. En esos momentos el ardor profético le recordaba a Ezequiel y sus desesperados gestos cuando la ira del Señor atenazaba su boca.

Al ver a Wecelao el Henoch de San Rafael, caminando por el polvoriento pueblo los parameros se arremolinaron a su alrededor porque sus palabras  les llegaban al corazón. Al llegar a la plaza no se sentó en el banco que acostumbraba sino que se mantuvo parado. Y sin que nadie lo esperara, con profunda y tronante voz, las palabras  emanaron de su boca:

Llegará un tiempo en que morirá la inocencia/.No habrá para los padres hijos buenos/,ni para los hijos padres buenos/.Mientras estamos aquí sentados: Se preparan las huestes del Anticristo/, asesinaran y devoraran  a naciones enteras/;se pecará contra el gusano, el ave, la madre y el niño/.Solamente la gente que huyera hacia montes estériles, a comer conchas de palo vivirá….

 Con el tiempo, la gente de San Rafael comenzó a verlo como un profeta, y venían de otros poblados a oírlo. De ahí en adelante  a diferencia de Ezequiel, el divino amordazado, tomó la costumbre de romper su silencio y escogía los momentos menos esperados.  No tenía   contacto con el mundo exterior, sólo leía el Apocalipsis de San Juan,  y el Viejo Testamento. El libro santo se lo había regalado su madre y era famosa por ser del tamaño de la enjalma de una bestia.

A la gente del pueblo  le  inquietaba que Henoch  estaba llenándoles la cabeza de lunas sangrantes, y jinetes alados con relucientes espadas entre sus manos revoloteando como buitres sobre sus cabezas… 

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Un comentario

  1. Interesante narrativa… Necesitamos mucho de esto para alimentar el Alma… Sólo con un Alma vibrando en luz y amor, como lo es su gran naturaleza divina, su santuario por correspondencia, buscaría a equipararse a ella.

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