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El pueblito y su pobreza

La angustia se apoderó del pueblo al saber que el kilo de verdura alcanzó los 100 bolívares. Iniciando el año, en enero, los cartones que anunciaban los precios en los tarantines de la avenida principal, al igual que en los pequeños locales del Mercado Municipal, resaltaban «Verdura a 25 el kilo». Ahora, apenas siete meses más tarde, el monto se multiplicó por cuatro.

En las casas del barrio las sopas se hacen con el mismo hueso. Quedaron para el recuerdo los cruzados de res con pollo y los suculentos sancochos de pescado. El kilo de lagarto llegó a los 600 bolívares y el de pollo a 500. Del solomo se olvidaron porque con un kilo en 1200 bolívares ya nadie quiere saber de bistec. Si antes era costoso hacer un parrillita, ahora lo es veinte veces más. Un lujo. La proteína desapareció del plato en que come el pobre.

Aun cuando el pueblo está rodeado de fincas, hatos y tierras productivas, cercanas al río y con un clima que permite la siembra durante todo el año, no hay vacas, ni gallinas, ni cosechas. Los pocos peces que sacan las atarrayas son algunas guabinas, buscos, bagres y loras captadas en la laguna.

Los chanceros que esperan turno en el muro del cementerio para que algún patrón eventual los invite a limpiar un patio, levantar un muro, «echar» un piso o acomodar la línea de alguna parcela, recogen las piedras del asfaltado que no ha llegado a la avenida principal. A los ingenieros de la Alcaldía se les ocurrió romper toda la vía y ahora la polvareda es tremenda. Las máquinas para tal labor se encuentran cumpliendo otras funciones en nombre del «socialismo», la «patria» y vaya usted a saber qué otro eslogan.

En el pueblo no hay trabajo. Los muchachos, cuando no andan matando el tiempo vendiendo lotería o taxiando en una moto, alzan vuelo hacia la ciudad. Pero allá tampoco encuentra nada. Los recibe la crisis con los brazos abiertos. Tanto estudiar, tanto sacrificio, tanto desvelo, para terminar buscando un sitio en el bachaqueo, el único oficio rentable que no exige currículo ni conocimiento.

El viejo que llevaba en la espalda su machete envuelto en papel periódico luego de una faena cortando el monte en el fondo de una casa colonial, exclamó un punto de encuentro: «¡a lo que hemos llegado!». Quien lo acompañaba, el aparente ayudante, respondió: «¡y lo que falta!».

En el pueblo las colas para tomar el autobús son enormes. El número de habitantes se multiplicó en menos de tres lustros, pero la cantidad de unidades de transporte decreció. En la avenida esperan una, dos, tres, cuatro horas. La Alcaldía, tras demoler la vieja parada, pequeña y agrietada, prometió un terminal “de primer mundo”, avalando inconscientemente el abismo que existe entre el pueblo y la civilización moderna. Pero el nuevo alcalde ya va para dos años en la silla y no ha puesto ni un tabelón en el sitio. Una mata de mango con escasa sombra recibe y despide a propios y visitantes.

Al pueblo llega a cuentagotas el arroz, la pasta, el jabón, el aceite, los bombillos, los remedios, los repuestos. Estar rodeado de tierra fértil no sirve de nada porque el gobierno nos dijo que lo importante era la integración con nuestros hermanos latinoamericanos. Por eso comemos caraotas de Nicaragua, pollos de Brasil, atún de Ecuador y carne de Argentina. Nada es hecho en casa.

El campo muere de mengua y el pueblo llora por un vaso de leche. El tractor se quedó sin cauchos, al camión se le dañó el motor y la cosechadora espera por una batería nueva. Volvimos a los tiempos del burro, el conuco, el fogón y la leña, justo cuando nos decían que la Revolución iba pa’ lante.

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