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Esta gente, de Francisco Suniaga: Dos pasiones encontradas

¿Cuándo comenzó a ser esta gente para nosotros mismos? Esta gente es la realidad escindida que se nos metió en el tuétano de los huesos y pudo con Gumersindo, y está pudiendo con cada uno de los treinta millones de venezolanos, porque esta gente, somos nosotros todos, nadie escapa de ella. Siendo así no veo cómo esto va a cambiar en el futuro inmediato, esta gente no tiene un final previsible…

                                                                                                FRANCISCO SUNIAGA

La más reciente obra de Francisco Suniaga, Esta Gente (Randon House Mondadori, SAS, Bogotá, 2012) puede ser considerada como una novela de dos pasiones encontradas. Recordemos que una pasión, de acuerdo con el DRAE, tiene varias acepciones, entre ellas subrayamos las siguientes: por un lado, inclinación o preferencia muy vivas de alguien a otra persona, y por el otro, apetito o afición vehemente a algo. Ambas acepciones nos proporcionan los criterios con que vamos a interpretar la novela Esta Gente de Suniaga. Dos pasiones encendidas son, en nuestro criterio, los fundamentos de la trama que se desarrolla en una isla, Margarita, proclive y detonante de pasiones tropicales de diferente cuño y sino.

La primera de esas apabullantes pasiones, es de tipo carnal, esa que se traduce en la inclinación, en la preferencia  muy viva de alguien por otra persona, ésta es la que experimenta feroz y desgarradamente José Alberto Benítez –  ese abogado margariteño cercano a los sesenta años de edad, excelentemente formado en los asuntos de su profesión en Venezuela y en Alemania, correcto en sus actuaciones, casado a los treinta años con la maestra Elvira e iniciado tardíamente en el sexo, en Boston, con una moza cubana  – por Dinorah Josefina Terán Machuca – Fiscal Cuarto del Ministerio Publico en la Circunscripción Judicial del Estado Nueva Esparta, tachirense, cuarentona, soltera y en la denodada búsqueda de un cada vez más difícil compañero que le alivie la soledad presente y futura – . Ocurre que Benítez, el puritano, aquél para quien “el sexo de una mujer continuaría siendo (…) un misterio ecuménico al que iba a destinar horas y horas de ensoñación por el resto de su existencia” se topó de buenas a primeras , sin anestesia,  verdaderamente, en vivo y en directo, con el sexo depilado de Dinorah, con “la venerable concha de una mujer absolutamente pelada – como se imaginó que habían sido todas antes de que existiera la vergüenza en el mundo – por lo del oscurantismo sexual, poco faltó para que aplaudiera y gritara ¡bravo!  Se abalanzó sobre ella con el empuje de un mastodonte prehistórico en celo; quería tocarla, besarla, lamerla, pasar su rostro por aquellas mejillas suaves y trémulas: Tal fue el nivel de exposición de sus atavismos que ella luego se jactaba: Yo a usted ya lo tengo dominado con mi totona mágica, José Alberto”.

Y así sigo siendo hasta que otra pasión más sublime se impuso sobre ésta de carne, cama y sexo. Sin embargo, durante un contradictorio período de varios meses, signado por el goce y la culpa, el abogado Benítez y su estrenada amante se encontraron en la casa de ella, para disfrutar diariamente del placer de los amores furtivos, a fin de evitar, en lo posible, el riesgo, la incomodidad, el desaseo, el peligro, de los hoteles de turismo o de los dos baratones moteles de comida rápida de la isla.

Por ese tiempo el estado de ánimo del jurista era de fiesta y esplendor. En efecto, señala el escritor: “…se sentía eufórico, optimista, un varón en el pico de su capacidad sexual, capaz de cumplir con la responsabilidad que la madre naturaleza le había impuesto a su género: aparearse con hembra capaz de procrear. En otras circunstancias y tiempos, esa felicidad inusitada lo habría llevado a presagiar que alguna tragedia estaba por ocurrir y a desplegar cierta cautela, pero, enamorado y ciego de lujuria como se encontraba, no quiso pensar en augurios buenos ni malos. Contrario a lo que había sido su historia personal – una larga sociedad con el pesimismo – se negaba siquiera a considerar su dicha inesperada como una anormalidad sospechosa. Más aun, se lisonjeaba con las posibilidades de felicidad erótica que le inspiraba su nueva pareja y vivía el sueño de un renacimiento sexual con visos de eternidad, sí, un hombre en el cénit de su vida”.

Y como es habitual lo que iba a ocurrir, sucedió, y sobrevino en el peor momento de su historial erótico, Benítez comenzó a experimentar unas ganas constantes de orinar y la incomodidad de no poder hacerlo plenamente, situación que imputaba a causas distintas a la de una impensable y lejana enfermedad de próstata. Sin embargo, al año de esas dolencias, un lunes en la mañana, al orinar, el jurista experimentó un severo ardor en la uretra que achacó al picante añadido a unos calamares el domingo anterior en un merecido y familiar día de playa. Luego de varios y sucesivos desagradables episodios al momento de ir al baño, Elvira –  la fiel y preocupada esposa – lo convenció para que fuera al médico.

“Cheo” Villarroel su médico amigo y viejo compañero de aulas, lo trató y prescribió hasta que fue inevitable la operación para resolver la hiperplasia que padecía. Después de la exitosa intervención, Cheo le comunicó a José Alberto, aquello que no quería escuchar en esos momentos de henchidos placeres sexuales, de coitos excepcionales y orgasmos sin parangón: “En cuanto al sexo (…) te recuerdo la prescripción: tienes una cuarentena mínima de un mes. Bajo ninguna circunstancia la violes, aunque te sientas bien, porque el coito es traumático, te puedes lastimar seriamente y sangrar, es una herida abierta la que tienes allí adentro, no lo olvides”. Elvira lo entendía con resignación, Dinorah, por el contrario, lo urgía con ardor: “¿Y va a esperar tres semanas para que nos veamos de nuevo? Bien podría invitarme a una comida un día de estos. Ande, invíteme a almorzar la semana que viene…” Y el abogado invitó a yantar a la fiscal, sin imaginarse la importancia que tendría ese almuerzo en el destino final de su relación adúltera con la infatigable y demandante tachirense, a la que visitó –  vencida la cuarentena, temeroso y con el corazón enloquecido – esperando a solas y en la cama con Dinorah, la llegada del ansiado momento: “A pesar de sus temores, todo funcionó a la perfección, todo excepto su cerebro, que volvió a jugarle una mala pasada. La preocupación por tener un coito de excelente calidad, para demostrarle a ella que era un verraco (…) El coito iniciado con óptimos augurios devino en un acto mecánico, sin contenido, y su erección languideció sin estrépito, pero de manera definitiva, incapaz de producirle placer a ella ni sentido a él. Algo se desconectó entre su cabeza y su miembro y de nada valieron el reposo, las caricias de ella, las explicaciones que ambos se dieron ni la confianza ciega que tenía en la industria farmacológica. Gallo postrado, sentenció con amargura”.

Ciertamente la pasajera felicidad de Benítez con Dinorah no estaba exenta de dudas y prejuicios relacionados con la injusta traición a Elvira, con el reiterado adulterio con A de aventura y atrevimiento. De allí que una tarde, una de esas de bienvenida tertulia con los camaradas de siempre en la Plaza Bolívar de La Asunción, el abogado contertulio se franqueó con su viejo amigo el psiquiatra Pedro Boadas y le confesó: “Estoy enredado…con otra mujer (…) la verdad es que no podría explicarte con precisión de qué va esta relación, porque ciertamente tiene varios ingredientes, aunque el sexo, lo reconozco, es el factor principalísimo”.  Boadas escuchó con atención el detallado relato de su adúltero compañero, para simplemente ilustrarlo y aconsejarlo acerca de su delicada situación: “No estás viviendo nada nuevo José Alberto eso es lo que, en Margarita, desde maríacastaña, hemos llamado encueramiento (…)  Pues ya llegará el día en que tendrás que saber cuál es el punto de quiebre”.

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