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La Cumbre de Panamá: De la comedia a la tragedia

En lo que sigue discutiré tres asuntos: Primero, ¿qué explica el acercamiento entre Washington y La Habana, oficializado en la VII Cumbre de las Américas? Segundo, ¿qué impacto tiene la nueva dinámica política entre EE UU y la Cuba castrista sobre el proceso político venezolano? Tercero, ¿qué perspectivas se abren ahora para Venezuela?

Argumentaré que en la Cumbre se escenificó una comedia, un espectáculo festivo en el cual intereses muy concretos de seguridad para EE UU, y de supervivencia para el régimen cubano, fueron disfrazados bajo una retórica benevolente y engañosa. Tal comedia, no obstante, se traduce en realidad en mayores males para los venezolanos, hundidos en la tragedia a la que el régimen “revolucionario” ha conducido al país.

Ideología, intereses, principios.

La decisión estadounidense de procurar un acercamiento con Cuba no fue improvisada. La misma se enraíza en dos motivaciones. De un lado, el viraje estratégico en la política global de EE UU bajo Obama, caracterizado por el intento de conciliar a tradicionales adversarios (Irán, los palestinos, Cuba) y frenar a viejos amigos de Washington (Arabia Saudita, Egipto, Israel, Japón), en nuevos juegos de alianzas y distanciamientos en diversas regiones. De otro lado, y de manera específica en el Caribe, el viraje emana del acelerado deterioro de la situación venezolana, económica y política, y sus implicaciones para la estabilidad y supervivencia de la Cuba castrista.

No es éste el lugar para indagar a fondo en torno la perspectiva ideológica personal que Obama ha impreso sobre la política exterior de EE UU. Baste con señalar que la misma incluye la convicción de que Washington, lejos de haber sido factor de solución de diversos desafíos geopolíticos alrededor del mundo, es más bien causa o parte significativa de los problemas. Obama ha estado dispuesto no solo a dar el beneficio de la duda a tradicionales enemigos de Washington, sino de hecho a promover activamente acercamientos, impulsados por una actitud apaciguadora, hacia antiguos adversarios que según el Presidente estadounidense son susceptibles de experimentar cambios de actitud, si se les induce a ello mediante una adecuada mezcla de comprensión, estímulos, y en ocasiones de muy veladas amenazas.

Semejante postura política se ha patentizado, para citar un ejemplo, en la nueva línea de Obama hacia el régimen iraní y el tema concreto del programa nuclear de Teherán. Sin ánimo de juzgar la estrategia de Obama en este caso específico, importa señalar que este tipo de experimentos tienen costos, como se ha venido demostrando en tiempos recientes mediante la reacción negativa de los regímenes árabes sunitas, en particular de Arabia Saudita, frente a las negociaciones entre Washington y los Ayatolas. Los costos también se han puesto de manifiesto con respecto a Israel, donde la victoria electoral de Netanyahu fue percibida, con razón, como un cuestionamiento hacia Obama y su posición general en el complejo tablero estratégico del Medio Oriente. Con relación a Cuba, no obstante, no parecieran existir costos sino tan sólo mutuos beneficios, como lo sugirió superficialmente la Cumbre de Panamá, donde todo fueron sonrisas, reconciliaciones y promesas de eterna y sólida amistad entre los otrora rivales. Pero como veremos allí también hay costos, tan sólo que quienes los pagan son los venezolanos.

Ahora bien, a diferencia de lo que puede estar ocurriendo con los mencionados ejemplos de las aproximaciones hacia Teherán y los palestinos, donde las cosas siguen moviéndose en medio de una bruma que dificulta una visión plenamente clara, la nueva dinámica política entre Washington y La Habana se sustenta en intereses muy claramente perceptibles. De parte de Washington, el objetivo clave que se persigue con la mano tendida hacia el régimen castrista es procurar su estabilidad básica, complementada en lo posible con una prudente y gradual presión para que el régimen se haga paulatinamente menos brutal e ineficiente. En otras palabras, resulta crucial tener claro que Obama no busca el cambio político en Cuba, sino la estabilidad de un régimen que representa una severa amenaza potencial, en caso de que se desate en la isla una situación incontrolable que a su vez empuje a centenares de miles de cubanos a una desesperada huida hacia Florida, repitiendo así, pero repotenciado, el éxodo desde el puerto de Mariel a Miami en 1980.

Luego de las severas penurias del llamado “período especial”, la Cuba castrista ha hallado en los diversos subsidios venezolanos el apoyo necesario para sostenerse. Sin embargo, el desastre generado en Venezuela por la incompetencia, dogmatismo ideológico y corrupción de la “revolución bolivariana” ha colocado nuevamente a Cuba ante la perspectiva de la total ruina económica, y a EE UU ante la hipótesis, probable si no hay correctivos oportunos, de una crisis humanitaria en el Caribe y en el estado de Florida.

Para Washington la estabilidad de Cuba es un interés primordial de seguridad, sin que ello signifique que EE UU haya abandonado en teoría el propósito de procurar, en lo posible y sin excederse demasiado en ello, que la isla disfrute poco a poco de alguna prosperidad, combinada con algún alivio del nivel de represión por parte de la dictadura allí existente. Para la Cuba castrista, a estas alturas del juego, y ante el fracaso rotundo del socialismo en el terreno económico, constituye un interés primordial suplir el menguante subsidio venezolano con otras fuentes de recursos, que posibiliten su sobrevivencia en nuevas condiciones.

De modo que la seguridad de EE UU y la perdurabilidad del régimen castrista se han encontrado, tomado de las manos y danzado armoniosamente en el espacio de la Cumbre y más allá. El giro que la perspectiva ideológica de Obama, en esencia apaciguadora, ha dado a la proyección global de Washington halló terreno fértil con respecto a Cuba; intereses y concepciones políticas se han juntado en coordinado movimiento. ¿Y los principios? ¿Y la tiranía cincuentenaria de los Castro, su pasado de crímenes y su presente de opresión, dónde quedan? En la Cumbre, la izquierda latinoamericana, el Vaticano, y Washington, dieron la bienvenida de vuelta a Raúl Castro como si se tratase de un hijo insólita y temporalmente descarriado, pero en el fondo aceptable como un igual. Me corrijo: como más que un igual, como un admirable símbolo de la “lucha anti-imperialista” (para los latinoamericanos), y de los “errores” pretéritos de su país (para Obama). Muy poco, al menos hasta ahora, han tenido que pagar los Castro para avanzar con la corriente de esta dinámica, que tantas expectativas positivas suscita para ellos.

¿Y dónde queda Venezuela?

Conviene dejar claro que la política de EE UU hacia Venezuela se enmarca en el contexto de una política global hacia la América Latina, que a su vez se sustenta en tres parámetros fundamentales: 1) Apoyar cambios políticos constitucionales y democráticos, aún con todas las limitaciones y fallas que los procesos electorales puedan tener en determinados casos. 2) Obstaculizar, rechazar y sancionar las intervenciones militares en la política. 3) Tolerar regímenes inamistosos si estos últimos no representan una amenaza vital a la seguridad de EE UU y cumplen con algunas fórmulas de convivencia, y en especial si cumplen con los formulismos electorales.

Es obvio que Washington ha considerado, durante estos pasados diecisiete años, que a pesar de su radicalismo en la retórica y la acción, de sus alianzas con Cuba, China, Irán, y en su momento el Irak de Saddam Hussein, de su apoyo a los palestinos y otros grupos enemigos de Washington en el Medio Oriente, de su respaldo a Assad en Siria, de los rumores acerca de intermediación financiera venezolana al programa nuclear iraní y del envío de terroristas con pasaportes venezolanos a distintos lugares, a lo que podemos sumar una larga lista de actividades vinculadas a presuntos vínculos con el narcotráfico y la subversión en América Latina y otras partes; a pesar de todo esto –repito–, es obvio que Washington ha concluido que la amenaza que encarna el régimen “revolucionario” venezolano no alcanza una categoría tal que exija una línea más contundente en su contra. Dicho de otro modo, Washington ha estado y sigue estando dispuesto a coexistir con el régimen “bolivariano”, pues también ha estado y está dispuesto a admitir los resultados de los obscenamente ventajistas comicios que el régimen organiza de cuando en cuando, y cuyo carácter fraudulento ha sido reiteradamente denunciado, sin que se produzca la más mínima reacción por parte de una condescendiente y cómplice comunidad interamericana.

Todo esto se explica por tres razones principales: 1) Lo que quiere Washington en Venezuela es estabilidad y una cortina de humo constitucional, y si para ello se requiere hacerse básicamente de la vista gorda con el régimen, pues se paga y pagará el costo de la hipocresía. 2) Washington prefiere el teatro “democrático” del régimen venezolano a cualquier opción de cambio que implique golpes militares y el derrocamiento violento del régimen. 3) Washington no confía, al menos no todavía, en que la llamada oposición democrática en Venezuela se encuentre por sí sola en condiciones de gobernar el país y encauzarle sobre una vía estable de cambio político sustentable.

Lo anterior puede quizás sorprender y disgustar a no pocos comentaristas venezolanos, que desesperados por la evidencia del desfiladero en el que se desliza el país, en rumbo hacia el abismo, han buscado ansiosamente en los recientes acuerdos entre Washington y La Habana, bendecidos por el popular Papa Francisco, un rayo de luz, una esperanza, una posibilidad de que se esté negociando igualmente el fin de la “revolución bolivariana” y la apertura de una puerta franca hacia un horizonte distinto.

Lamento desilusionarles. Los intereses de Washington y La Habana, descarnadamente evaluados, no incluyen necesariamente la sustitución del régimen chavista en Venezuela. Tal vez Washington haya solicitado a los cubanos que reduzcan paulatinamente su presencia en algunos ámbitos en Venezuela, aunque lo dudo. Tal vez el Departamento de Estado esté procurando moderar un régimen que se muestra día a día más represivo, a medida que sus dificultades de toda índole se acrecientan. Pero lo que Washington busca es un rumbo gradual basado en la celebración de elecciones, de acuerdo con los plazos constitucionalmente estipulados. Eso sí: ni golpes militares ni apoyo a una oposición desangelada, que no acaba de presentar un frente unido que inspire suficiente confianza y suscite el entusiasmo masivo de las mayorías pobres del país.

En cuanto al Vaticano, el destino de la Iglesia, la prédica del Evangelio, la protección de las comunidades religiosas y la paz social en Cuba y Venezuela son objetivos prioritarios. No creo francamente que la Santa Sede ande en actividades que incluyan poner fin a la tragedia política venezolana, y su visión siempre mira el largo plazo. Lo mismo, por supuesto, se aplica a Cuba. La fragilidad económica cubana y los riesgos políticos que de la misma se desprenden, así como la crisis socioeconómica en Venezuela, la debilidad institucional, la deriva del régimen y la precariedad de la oposición democrática, componen un panorama que seguramente impone gran prudencia a las experimentadas y sabias manos de los diplomáticos del Vaticano, que conocen las realidades de ambos países y comparten con Washington el deseo de que los procesos venideros estén controlados, discurriendo por sendas previsibles.

Desde luego, las sorpresas son posibles y tal vez hasta probables, en particular en lo referente a Venezuela. La incompetencia del régimen, su inflexibilidad ideológica y su menosprecio hacia las consecuencias de su desastrosa gestión, podrían generar fenómenos de combustión espontánea y acelerada, y las intervenciones militares jamás pueden descartarse del todo en situaciones como la de Venezuela hoy, como tampoco las explosiones de ira popular. Nada de esto, repito, es descartable en teoría, y los más acabados y refinados planes pueden perecer en contacto con una realidad siempre impredecible. No obstante nada de ello me impide aseverar, una vez más, que los objetivos de Washington, La Habana y el Vaticano, en lo que tiene que ver con Venezuela, se centran en la estabilidad y no en el cambio.

Cabe añadir lo siguiente: es probable, como lo han señalado recientes investigaciones publicadas en Venezuela y el extranjero, que importantes personajes ligados al régimen “bolivariano” estén enlazados de un modo u otro con actividades criminales del narcotráfico internacional. Para EE UU esto es importante y motivo de preocupación, pero ya el asunto no tiene la relevancia que tuvo en otros tiempos como inquietud de seguridad nacional en Washington. No estoy afirmando que el tema del tráfico ilegal de estupefacientes no le interese a EE UU, sino solamente que la cuestión ha descendido unos cuantos peldaños en el esquema de prioridades. De allí que luego de anunciar una “orden ejecutiva” contra siete funcionarios del régimen, presuntamente incursos en ese tipo de delitos y otros más, justificándola como necesaria para contrarrestar una amenaza a la seguridad de EE UU, muy pronto Obama dio marcha atrás y garantizó que en modo alguno Venezuela, es decir, el régimen, representa tal amenaza, y que en síntesis “nada ha pasado, todo sigue igual”.

Creo que el mensaje está escrito en la pared con letras grandes y perfectamente visibles, pero como reza el viejo refrán: “no hay peores ciegos que los que no quieren ver”.

Perspectivas para un país en ruinas

Más allá de los discursos y la retórica de autocomplacencia colectiva, la Cumbre de Panamá arrojó resultados concretos de particular interés para Venezuela: 1) Con su recibimiento a Raúl Castro como si se tratase de una especie de héroe merecedor de indulgencias, la Cumbre señaló el rumbo del olvido y la impunidad de la tiranía castrista. 2) Ello, de manera tácita e implícita, significó también el reconocimiento por parte de la comunidad interamericana al neocolonialismo cubano en Venezuela. 3) Como consecuencia de lo anterior, el sepulcral silencio oficial de la Cumbre –dejando de lado protestas ubicadas fuera de los marcos ortodoxos de la diplomacia regional— indicó, sino la aprobación, al menos la admisión tácita del régimen de abuso y opresión establecido en Venezuela, caracterizado por la persecución a la disidencia, la asfixia creciente a la libertad de expresión, la violación sistemática de los derechos humanos y el perenne fraude electoral.

Muy distinto y útil habría sido, por ejemplo, un firme pronunciamiento de condena por parte de la Cumbre a las más que conocidas prácticas despóticas del régimen “bolivariano”, y una solicitud de estricta revisión de nuestros mecanismos electorales, acompañada de la petición de vigilancia internacional como garantía de elecciones libres y transparentes, en igualdad de condiciones de acceso a los medios de comunicación para gobierno y oposición. Pero estas son fantasías. En lugar de ello la Cumbre festejó a Raúl Castro, riéndose en secreto de Maduro pero sin consecuencia alguna.

Lo que Washington, así como la oposición democrática, deben asimilar es que La Habana no dejará que su neo-colonia venezolana se pierda por las buenas. Acercarse a EE UU aprovechando la oportunidad que brindan Obama y su visión del mundo, así como los buenos oficios del Vaticano, es una cosa, pero otra muy diferente es soltar los cabos de la averiada nave “revolucionaria” venezolana para que naufrague definitivamente, y sin intentar en todo lo posible superar las tormentas actuales y previsibles.

Insisto que el éxito no está en absoluto garantizado para los Castro y sus agentes en Venezuela. La asombrosa torpeza del gobierno “bolivariano” es capaz de echar por tierra las asesorías y controles más atinados y estrictos, y lo que resta luego de diecisiete años de destrucción, perfidia y asalto a la República es una sociedad aquejada por severas patologías anárquicas, de desapego hacia todo lo que signifiquen normas, leyes e instituciones y de ausencia de liderazgos creadores en todos los planos de la existencia nacional. Esto, por una parte, contribuye a la pasividad de la gente, pero por la otra es caldo de cultivo en el que pueden germinar graves conmociones, producto de la desesperación de un conglomerado social que carece de brújula hacia el porvenir.

Sólo los pueblos que luchan por su libertad suscitan el respeto de los demás. Es inútil, aparte de indigno, que los venezolanos esperemos de otros el esfuerzo que nos corresponde realizar para poner fin a un régimen oprobioso, y buscar una ruta de futura recuperación nacional. Para ello es indispensable contar con un liderazgo de oposición que se coloque en el plano que reclama la verdadera realidad de la actual Venezuela. Se trata de conquistar la independencia nacional frente a la Cuba castrista y la libertad frente al régimen que oprime al país.

Por desgracia, en líneas generales y con bien conocidas excepciones, el liderazgo de oposición democrática en Venezuela pareciera vivir mentalmente anclado en la llamada IV República, la que dejó de existir en 1999 cuando Hugo Chávez asumió la Presidencia y empezó su implacable labor de destrucción de todo lo que venía desde atrás. La oposición venezolana no habla de independencia y libertad, sino que se dedica esencialmente a juzgar al régimen por su desempeño económico y social, perdiendo de vista el carácter prioritario de lo político, así como la naturaleza del régimen y los desafíos que todo ello plantea. Con semejante actitud la oposición venezolana, encarnada en la denominada MUD, no alcanza a suscitar el respeto de la comunidad interamericana y del mundo en general, como se percibió claramente en el escenario de la Cumbre de Panamá y sus secuelas.

De esa comedia, de ese teatro, quedaron para Venezuela nuevas dinámicas políticas y diplomáticas que nutren, en lugar de detener y comenzar a eliminar, la tragedia de una nación desconcertada, que todavía espera milagros.

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