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La lección yugoslava

Si se pudiera resumir en una palabra el resultado de la fragmentación del país balcánico esa sería “desesperanza”

Yugoslavia ha sido y sigue siendo un ejemplo recurrente así como polémico para analizar España. Las tensiones que condujeron a una terrible guerra civil que progresivamente fue sacudiendo la región son el fantasma al que se invoca con frecuencia para provocar una reacción de esta España múltiple, diversa y, ahora, dividida.

No quiero hablar aquí de esa guerra pues todos la seguimos, mejor o peor informados, a través de los televisores y la prensa, entender sus causas está a nuestro acceso por medio de los documentales y los libros de Historia. En estas líneas me gustaría hablar de esa Yugoslavia de la que ya nadie habla, a no ser para mencionar su pobreza o las tensiones latentes y brotes de violencia, es decir, la actual, quince años después de la intervención de la OTAN en Kosovo y veinte después de Dayton; la que no es Yugoslavia sino un lista de repúblicas que la mayoría de nosotros no podríamos identificar en un mapa ni saber dónde empiezan unas y terminan otras. Peor, esa Yugoslavia que algunos dicen que todavía está por fragmentarse.

Durante los últimos dos años y medio que he vivido en Belgrado he tenido la oportunidad de viajar a través no solo de las fronteras físicas de ese territorio herido, sino también de los relatos con los que sus gentes interpretan la historia que son, finalmente, con los materiales con los que se teje el futuro. Si alguien me pudiera resumir esa experiencia en una palabra elegiría esta: desesperanza. Desesperanza por una guerra que no sirvió para nada pues no los hizo más grandes, ni más fuertes, algunos quizás dirán que los hizo más puros (esto a media voz pues no está bien visto) pues cada grupo étnico, cada nacionalidad quedó confinada a los estrictos límites de su territorio, aunque ni siquiera esto es totalmente cierto. Desesperanza porque condenó a un país con cierto “prestigio” internacional, pues durante la Guerra Fría fue un modelo alternativo al bloque soviético y al Occidente capitalista, a la irrelevancia mundial. En fin, desesperanza porque algunos creyeron —es triste pensar que como lo creyeron los fundadores de Europa, pero ese es otro tema— que era posible ganar la partida a la Historia y crear un Estado multicultural, multiétnico y multiconfesional (o aconfesional) y vieron todos esos sueños y valores mancillados por la fiebre del nacionalismo. Vergüenza porque todo ello se podría haber evitado.

Hace unos meses entrevisté a Dragoljub Micunovic, político serbio fundador del Partido Democrático y miembro activo de la oposición contra Milosevic durante la difícil década de los 90. Durante nuestra conversación, este hombre de mirada calma, me contó los preámbulos de la guerra que supuso la descomposición de Yugoslavia: cómo la presión creada por las diferentes transiciones que estaba experimentando el país —políticas y económicas— provocaron a su vez una tensión cada vez más fuerte entre los miembros económicamente más sólidos y el resto de la federación. En esos momentos, a la cabeza de las repúblicas llegaron los líderes que, haciendo uso de la retórica nacionalista, conducirían a Yugoslavia a la cruenta guerra civil. Me contó cómo en esos momentos de tensión previos a la declaración de independencia primero de Eslovenia y luego de Croacia que provocarían el efecto dominó que todos conocemos, él había convocado una reunión entre los diversos miembros del partido, líderes de la oposición emergente de cada una de las repúblicas. Para su sorpresa la convocatoria fue un éxito y todos, sin excepción, se manifestaron en contra de la disolución de la federación. Más tarde, invitado por el Parlamento Europeo a dar su opinión sobre la situación, él recuerda con una sonrisa amarga que, lo único que retuvieron los dirigentes políticos allí reunidos fue que, si Yugoslavia se descomponía, sería una catástrofe para Europa en términos de refugiados. ¿El error? Yugoslavia fue incapaz de transformarse a tiempo, sus líderes llevados por la inercia no supieron corregir los desequilibrios que acusaban las tensiones y el malestar. “En momentos difíciles, los líderes irresponsables son peligrosos” me dijo como conclusión.

Stefan Zweig en El mundo de ayer, sin duda uno de los mejores para entender el siglo XX, describe magistralmente el origen y las dinámicas políticas delirantes que tendrían que conducir a las dos guerras mundiales.“El optimismo barato de los profetas sin conciencia (…) El que exponía una duda, entorpecía su actividad política; al que les daba una advertencia, lo escarnecían llamándolo pesimista; al que estaba en contra de una guerra que ellos mismos no sufrían, lo tachaban de traidor”. Ello no fue exclusivo de aquella Europa ni de aquellas guerras, se repite constante como un goteo en todos aquellos movimientos que nos quieren convencer que las identidades son excluyentes o, bien al contrario, que los Estados deben ser homogéneos, que hay algo —llamémoslo etnia, religión, nación, lengua— que está por encima del ser humano, por lo que los políticos irresponsable creen su deber sacrificar el bienestar y el futuro de su pueblo…o sus pueblos.

Durante mucho tiempo España, al igual que aquella Yugoslavia no hecha añicos, ha producido un modelo territorial único que ha sido exportado fuera de sus fronteras como un caso de éxito para vencer las tensiones internas y, más allá de eso, un país dinámico de una gran diversidad cultural y lingüística. Muchos de nosotros españoles, como aquellos yugoslavos, nos sentimos orgullosos de ese bagaje, de esa riqueza, de esa diversidad sin la cual sería más difícil y más triste entendernos.

*Raquel Montes Torralba es analista en Relaciones Internacionales; ha trabajado para la Fundación Alternativas y colabora con otras instituciones de investigación internacional. Actualmente trabaja en Belgrado.

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