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La promesa rota

La frase de un manifestante que asistía a una protesta por falta de comida en Caracas, estalla como una bomba, demasiado mordiente y grave como para ser escuchada sin conmociones: “¿Qué le respondes tú a un hijo que te dice: “papá, tengo hambre”… qué le dices, cómo lo consuelas?”. La pregunta, filosa como saeta, abriéndose paso a través del llanto ahogado, la impotencia, la rabia entera del padre, apenas puede ser respondida. No hay consigna, no hay utópica promesa o delirio suficientemente poderoso como para disipar una verdad que cada día se hace más áspera y palmaria: a merced de esa fusta que tan democráticamente nos azota, son los niños, esa “nueva generación” castigada en presente la que termina grabando en piel los rigores de la debacle.

La primera importancia son los niños de Venezuela, su esperanza, su futuro”, decía Chávez. Y en tono casi bíblico, abundaba: “en verdad les digo que todos los días deben ser dedicados a ellos y a ellas.” Pero el interés por extender ese “manto protector sobre la familia” que entonces se ofrecía, no parece figurar en el menú de prioridades de una revolución que ya no bucea en mar de felicidad forjado a punta de renta petrolera. Sin ahorros y con una abultada deuda, el Gobierno opta por un inédito recorte en las importaciones (las más bajas en términos per cápita desde 2004, según indica un estudio del economista Miguel Ángel Santos) que se traduce en el desabastecimiento de productos básicos que hoy padecemos. Y es evidente que ese “no hay” -odioso leit-motiv cuando se trata de alimentos y medicinas- apunta directamente a sectores más vulnerables, a los que un modelo que se autonombra “humanista” debería garantizar protección.

Las noticias en este sentido son perturbadoras. “5 mil niños esperan una operación en el “J.M. de los Ríos”, reporta Cecodap: “La mortalidad neonatal representa en Venezuela 84% de muertes de niños menores de 1 año”. “11 niños de Amazonas, 5 de ellos indígenas, murieron por diarrea, desnutrición, deshidratación; “Muere un niño de 5 años, tras 31días sin recibir diálisis por falta de un catéter del tamaño adecuado, inexistente en el país”, se lee en prensa nacional; mientras la Federación Médica Venezolana denuncia que sólo en el primer trimestre de 2016 fallecieron 97 neonatos en el Hospital Antonio Patricio del Alcalá de Cumaná (Sucre), 71 en el Hospital Central de San Cristóbal (Táchira) y 46 en el Hospital Clínico Universitario de Caracas. Y eso es apenas escueta ojeada a lo que ya parece el pavoroso remedo de un parte de guerra: la ronda por redes sociales permite constatar de primera mano el desgarrado concierto de ruegos de niños y sus familiares amenazados por la mengua. Las imágenes de las caritas paradójicamente sonrientes nada advierten sobre el tamaño de sus tragedias, ilustrando mensajes tan lacónicos como elocuentes: “Quiero curarme. Paz, Salud”. Así Oliver Sánchez, víctima reciente de la falta de medicamentos para tratar el linfoma no-Hodgkin que padecía, se convirtió sin pedirlo en un mártir, símbolo doliente de la crisis humanitaria que golpea al país. Sí: he allí un tumor que prospera ruidosamente, a pesar del absurdo y la negación, a pesar de las trastadas de jueces que ante el paso bufo de la ruina, miran hacia otro lado y sentencian lo inadmisible: falta de pruebas.

La crisis, enemiga de todos, hipoteca con especial saña el futuro del país. Objetos de lo que seguramente califica -según parámetros de UNICEF- como expresión de Maltrato Institucional (aquella situación que por acción u omisión surgida de poderes públicos comporte abuso o negligencia, en detrimento de la salud, seguridad, estado emocional, bienestar físico y la correcta maduración del niño, o que vulnere sus derechos) nuestros niños se ven empujados por las circunstancias a transitar puentes cada vez más endebles. Conviene preguntarse si con la eventual formación de cuadros de agresividad, aislamiento y evitación que impone la supervivencia a los individuos, no se estarán cebando las secuelas de un agravio que nos marcará para siempre con tajos invisibles, fruto de otro tipo de violencia, la que no se evidencia, la que se ha ido administrando con sordinas desde el poder.

“¿Qué le respondes tú a un hijo que te dice: “papá, tengo hambre”… qué le dices, cómo lo consuelas?”. La angustia inicial no deja de resonar, se vuelve premioso zumbido: imposible no imaginar también al niño que se queja del dolor, que advierte que su cuerpo mínimo ya no lo sostiene, que no entiende por qué en vez de ir a la escuela debe acompañar a su mamá a hacer cola; que susurra dulzuras a su Ángel de la Guarda para que no pase otro día sin recibir sus medicinas. Un niñito que reconoce la promesa rota, la vida que se le torna esquiva; que presiente que si duerme tal vez ya no pueda despertar. “¿Quién salvará a este chiquillo/ menor que un grano de avena?”, clamamos como el poeta Miguel Hernández. Ante ese trunco anticipo del mañana, sólo habilitado por la crueldad o la patológica indiferencia de quienes malamente nos gobiernan, nada sería tan inmoral como conformarnos.

@Mibelis

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