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La sana incertidumbre

Junto a una complejidad social creciente, la omnipresente incertidumbre -ah, ese signo de los tiempos- es condición con la que obligatoriamente lidia la política. A pesar de la anomalía que sabemos, tampoco Venezuela se libra de su influjo. Uno que marca especialmente los pulsos de las campañas electorales, incluso estas que se desarrollan bajo los términos impuestos por reglas de juego, dinámicas, prácticas reales, modos de ser y hacer propios de las instituciones no democráticas. La dificultad para prever algunos escenarios, sin embargo -y aun cuando el sentido de responsabilidad obliga a hacerlo- no es algo que necesariamente deba traducirse en irrevocable desventaja. Desterrando los extremos tanto del invalidante determinismo como los del estéril voluntarismo, una teoría del riesgo que opera a la par de una teoría de la causalidad (como augura Isaiah Berlin) ofrecería más probabilidades de conseguir los fines políticos que se pretenden.  

Ya Andreas Schedler advertía sobre elecciones que celebradas en estos contextos pueden generar conflictos por la incertidumbre, que afectan también a los dueños del poder. Sistemas autoritarios que, persuadidos por el beneficio de ser legitimados por el apoyo popular, se han arriesgado a adoptar cierta competitividad electoral, no son inmunes a una doble incertidumbre: institucional e informativa. Esto es, por más que intenten controlar las variables y anuncien desenlaces categóricos, nunca pueden saber con exactitud qué tan seguros están en el poder. Algo que, naturalmente, afecta a otros actores políticos no menos expuestos a tal situación, pero igualmente obligados a ganar influjo y usar la incertidumbre a su favor.  

La arena electoral, con todo y sus distorsiones, permite desarrollar acá un factor distintivo. La competitividad que ella plantea cambia la lógica interna del conflicto que caracteriza a otros sistemas no democráticos, introduciendo elementos propios de la lucha política, la confrontación domesticada por un marco normativo común. De modo que decretar la ausencia de racionalidad en esta tensa interacción, aferrarse a la profecía autocumplida o descartar la posibilidad de afectar la distribución del poder, dialéctica mediante, no parece muy productivo. Si bien es cierto que los hallazgos empíricos confirman que los autoritarismos electorales suelen exhibir más resistencia a los cambios, hábiles como son para convertir la potencial debilidad en fortaleza, quizás una destreza similar podría aplicar en el caso de la oposición. La ventana de oportunidad que allí se abre, aunque a veces muy exigua y comprometida, también pone a prueba la capacidad para aprender de los errores, recomenzar, organizarse y trascender la desventaja de quien no detenta el poder. 

Por supuesto, dichos retos no son menores ni aptos para oposiciones rebasadas por sus mermas; al contrario. La experiencia venezolana da fe de ello. Los dilemas estratégicos fomentan un doble juego: por un lado, participar para derrotar al rival en las urnas (con el consecuente riesgo de subestimar amenazas; de dejarse seducir por el espejismo de una contienda que haría ver el plan B, el consenso y las alianzas, como soluciones prescindibles). Por otro, presionar hasta que el contexto institucional cambie, de forma que la certidumbre procedimental opere positivamente a la hora de emitir, contabilizar y hacer valer los resultados.  

En este caso, lo que siempre ha lucido aconsejable es combinar ambas acciones. Participación activa y trabajo coordinado y permanente con la sociedad civil para lograr las reformas institucionales mínimas que favorezcan la mudanza democrática, asoma una fórmula para afrontar el problema. El asunto, claro está, es prever que esas reformas no siempre podrán darse o ser sostenibles cuando un gobierno impopular percibe la amenaza en tiempos difíciles, la insuficiencia de su infraestructura burocrática para neutralizar los riesgos de la apertura. (El menoscabo en elecciones recientes alerta al respecto: en 2020, los votos del Gran Polo Patriótico representaron un 20,8% del RE. En 2021, esa cifra bajó a 17%). 

La labor de convencimiento -esto es, trabajo político puro y duro- que toca desplegar en estas circunstancias, debería seguir operando en varios niveles. En primer lugar, y a contravía de la renuencia moralista que persiste en algunos sectores, las negociaciones entre fuerzas democráticas y bloque de poder son un paso inobjetable para animar el tránsito desde una posición hegemónica hacia una más competitiva; partiendo del argumento, incluso, de que las reformas pueden contener las crisis endógenas, contribuyendo con la estabilidad política en lugar de debilitarla. Amén de identificar y explotar incentivos para eso, naturalmente, se trata de arrancar acuerdos cuyo costo de incumplimiento sea significativamente alto, para unos y otros. Del mismo modo, cabe convencer a los copartidarios de que aun en ausencia de jugosas reformas institucionales -las famosas “condiciones”- la electoral, en tanto lucha política, es el espacio indicado para potenciar la conexión con los ciudadanos, con saldo organizativo y acumulación concreta de fuerzas que blindarán el largo plazo.  

Lo otro, no menos importante: convencer a una sociedad frustrada por la estafa de la inmediatez y abocada ahora mismo a su supervivencia, para que encuentre atractivo lidiar con tales incertidumbres, transitando un camino siempre vulnerable a la censura, la exclusión, el fraude estructural, la represión selectiva. La pedagogía para disolver el contrasentido sembrado durante estos años -que la inmovilidad serviría para algo- y hacer de la lucha por la democratización del sistema una aspiración realizable y aglutinadora, requiere sensibles esfuerzos, personales y colectivos. Afectar la actual estructura de expectativas y percepciones de ese electorado implicará deshacerse de la mirada nostálgica o mezquina, en fin, y entender que los recomienzos remiten también a la capacidad política de fundar algo nuevo, y de hacerlo bien desde el principio. 

@Mibelis 

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