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La sangrante palabra

Indudable es que el lenguaje es uno de nuestros más poderosas avíos. A partir de él es posible crear, edificar, avivar la conjura de la inercia, hacer tangible blandura de lo que fue áspera, desabrida idea; interponerse para que las cosas pasen, finalmente. Usado a conveniencia o dotado de cierto contenido o intencionalidad, el lenguaje se convierte en fuerza de concreción, o tal como lo anuncian Austin y Searle (a contrapelo de la aparente tensión entre conceptos opuestos) en parte de la acción, en la medida en que entre ambos se establece una relación de fusión, de integración de uno en el otro. En ese sentido, se hace arma de doble filo: pues usado para amenazar, insultar, infundir miedo, coartar la libertad ajena o re-dirigir la conducta de interlocutores hacia ciertos comportamientos, la palabra puede lograr justo lo que se opone a sus fines más sublimes. «Cuando una sociedad se corrompe, lo primero que se gangrena es el lenguaje», anuncia el gran Octavio Paz: yo añadiría que la relación dialéctica palabra-acción hace que el lenguaje también espolee la corrupción social. El discurso que induce a la descalificación, el maltrato, la agresión, o que busca mantener una situación de desequilibrio, se convierte no sólo en perverso factor de poder y control social, sino en simbólico promotor de la violencia.

Sí, importa mucho lo que se diga y cómo se diga, pero en la medida en que nos revelamos a través del discurso (Kraus sentencia “Es en sus palabras y no en su actos donde yo he detectado el espectro de la época”) interesa además quién lo dice: el modelaje desde la autoridad convierte una conducta en algo legítimo o reprochable. No es sorprendente, pues, toparse con los niveles de agresión que hoy quebrantan a la sociedad venezolana. Avalado por el Poder, hemos vivido un delirante proceso a través del cual la neo-lengua oficial vacía el lenguaje de sus tradicionales contenidos y su sentido común, unificando lecturas, sustituyendo “verdades” y asignando nuevos significados, en obstinado intento de desacreditar al interlocutor que es percibido como enemigo: ser rico es malo; el empresario es un explotador, el líder de oposición un fascista, un terrorista, un burgués, un “odiador”; la escasez es culpa de la guerra económica, robar se justifica si es por hambre. Así, la lengua usurpada se despoja de su intimidad semántica y se llena con el coral estribillo de la propaganda del Estado en cadenas de radio y TV, avisos, prensa, mensajes de voceros oficiales, y suscrita por el insulto, la vulgaridad, la ideologización, la etiqueta, la banalización. Ese permanente bombardeo contra la ética y las formas de vida democráticas y el consecuente favorecimiento de antivalores, nos ha conducido a un ineludible enfrentamiento: vivir con el odio a cuestas ya es nuestra habitual forma de vida.

Aun así, no deja de perturbarnos el horror de algunas expresiones de ese odio, que salta desde la simbología del lenguaje (no menos lesiva, por tanto) hasta su más pavorosa concreción: la torcida saña que acusa el crimen contra el joven diputado Robert Serra y su asistente, por ejemplo, sólo puede ser interpretada como síntoma de una sociedad que está gravemente enferma. Un cóctel tóxico de encono, resentimiento y anomia desfigura los estándares de una “normalidad” que cada día luce más ajena.

Las cifras dan cuenta del aciago paisaje: en septiembre, sólo en Caracas, se registraron 425 decesos por auge delictivo, siendo este el 3er mes más violento del año. He allí una anomalía evidente que exige, como medida apremiante, desactivar el odio desde la autoridad: pues si bien el dolor o el deseo de retaliación surgen como lógica respuesta ante un crimen, lanzar una opinión sin tamices o acusar sin pruebas en tal contexto es arriesgarse a bailar descalzo sobre terreno sembrado de tachuelas. Por eso resultan desconcertantes las declaraciones de algunos voceros oficiales, quienes atendiendo a la urgencia de una emoción cuya expresión, aunque válida, resulta inconveniente por su posición, se aventuran a apuntar como responsables a la “burguesía”, al “fascismo”, a los “odiadores”. Y ya sabemos a quién específicamente apunta el dardo envenenado de esa jerga, de esa “sangrante palabra”, como diría Rafael Cadenas: que no es inocente, ni casual, ni mucho menos subliminal.

A santo de tanto dislate, mi amiga Dunia de Barnola desgrana una descarnada, íntima confesión: “Duele la extraña y triste fantasía de que unos muertos son tuyos y otros míos, como si en la corriente de ese desangre no se nos estuvieran enchumbando los pies de sangre y miedo a todos.” Desgarradura que se hace implacable al comprobar cómo ese discurso deshumanizante va permeando a toda la sociedad, cualquiera sea su posición política, sus afectos o antipatías, creencias y principios. No podemos permitir que el lenguaje del odio nos siga confundiendo con la fuerza de su corpórea y agresiva realidad: urge plantarse ante él con la convicción de que la piedad y el sentido común será lo  único que nos salve de devorarnos los unos a los otros.

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