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Nuestra inmadurez política

J.P. Briceño-Burelli

No las piedras duras, robustos leños, ni artificiosos muros forman las ciudades; más, donde quiera que haya hombres capaces de defenderse por sí mismos, allí están las fortificaciones,  allí las ínclitas ciudades”. Francisco de Miranda

 

Miranda en EE.UU.
Era 1783 cuando nuestro Precursor Francisco de Miranda zarpó clandestinamente desde La Habana hacia EE.UU. Había decidido su huida dado que la divergencia entre sus ideas y las del Imperio Español se presentaba insostenible. Empezó una estupenda aventura viajera en su paso por la incipiente nación norteamericana, la cual detalló con agudas observaciones en su diario. Ahí Miranda documentó las cualidades que percibía de una joven República, la cual ya daba señales de encontrarse encaminada en el sendero de las grandes civilizaciones.

A cuanto lugar visitaba, nuestro héroe venezolano se maravillaba por el empuje innovador, el servicio afectuoso y el espíritu cívico que encontraba. La cordialidad y limpieza de las posadas; las innovaciones y bonanzas de la tecnología; la abundancias y frescura de los mercados; la armonía y placidez de las ciudades; la disposición y productividad de los cultivos; el emprendimiento y vigor de los trabajadores; la confianza y tolerancia entre los habitantes; la facilidad y rapidez para realizar trámites; la inalterable independencia entre los poderes públicos; el sentido de hermandad democrático; la ausencia de individuos desnudos, hambrientos, enfermos y ociosos; el firme respeto por la la justicia; ¡Todo cuanto veía provocaba en Miranda admiración por el paisaje norteamericano!.

Las virtudes que nuestro Precursor observó durante su visita por los EE.UU. las explicó como los frutos de un gobierno libre de despotismos. Para Miranda, EE.UU. estaba enrumbada hacia el éxito porque su gobierno permitía el ancho desenvolvimiento de la persona. Contrariando el carácter desconfiado, paternal y autoritario que hasta entonces predominaba en los poderíos del Imperio Español, el gobierno norteamericano presumía la buena fe de cada individuo mientras no hubiese razón de suponer lo contrario. Esto permitía la creación de hombres capaces de defenderse por sí solos, sin la necesidad de depender para su quehacer diario de un Estado dadivoso. También facilitaba la eficiencia del juego social, libre de toda formalidad burocrática típica de los sistemas altamente centralizados.

Nuestro precursor soñaba con que en Venezuela se pudiese gozar la dicha de vivir bajo un gobierno libre, pues suponía que ante tal clima de civilismo, todo hombre, por más pusilánime que fuere, se vería positivamente afectado, y se convertiría pues en honesto, laborioso, y valiente.

Herencias coloniales
Infelizmente, en Venezuela se ha dado como costumbre explicar la influencia norteamericana, no por su cultura política arraigada en la filosofía liberal, sino por su opresión tiránica hacia los pueblos sureños. Se le atribuye nuestro atraso venezolano a la explotación yanqui, pues resulta más fácil responsabilizar a EE.UU. de nuestros fallos que a nosotros mismos. Sabiendo que nuestra tierra Venezolana tenía el potencial de ser tan influyente como EE.UU., resulta humillante explicar nuestro actual desenlace en base a nuestra inmadurez política.

Y la realidad es que las amplias diferencias materiales de ambos pueblos, lejos de ser explicadas por la opresión yanqui, se deben a las diferentes culturas políticas, heredadas de procesos coloniales diametralmente opuestos. Mientras la cultura política norteamericana, distinguida por su gobierno liberal, está arraigada en las filosofías renacentistas y protestantistas adoptadas por el Imperio Británico; la cultura política venezolana, marcada por su Estado paternalista, está basada en las viejas costumbres católicas de la Edad Media, las cuales fueron custodiadas imperiosamente por la Corona Española. Si bien la cultura protestantista se distinguía por el libre pensamiento y la autonomía individual, la católica lo hacía por sus soberbias restricciones y sujeciones materiales, políticas y morales.

Esta diferencia de herencias culturales en la época colonial marcó las distintas culturas políticas entre ambas naciones y por ende su opuesto rumbo histórico. Por una parte, EE.UU. se independizó de Inglaterra conservando intactas las estructuras políticas y administrativas del Imperio, y siguió reconociendose beneficiario y continuador de la civilización inglesa. Por la otra, Venezuela se independizó del Imperio Español mediante un rubor de odio revolucionario, y procuró con arrogancia erradicar por completo a una herencia española que representaba su única cultura.

Hoy, las diferentes herencias coloniales siguen haciendo presencia. Mientras que EE.UU. ha adoptado por completo el pensamiento renacentista de Locke, pues sigue manteniendo un Estado que depende de la ciudadanía y permite el desenvolvimiento de las más extensas libertades individuales; Venezuela ha optado encarnar la altanería revolucionaria marxista, pues desventuradamente, continuamos desconociendo nuestro pasado y dependiendo de un Estado monstruoso, paternalista y omnipotente.

Nuestra misión categórica
Pero que nuestra cultura política venezolana, marcada por la tiranía y arrogancia del Estado todopoderoso, nos haya impedido gozar la dicha de vivir sobre tierra libre, no significa que estemos determinados a sufrir un futuro carente de valores democráticos. Para que nuestra generación no sea testigo de la caída de la patria debemos despertar una firme madurez política y juntos construir el gobierno libre de despotismo que nuestro Precursor soñó.

Nuestra lucha debe ser por cambiar el rumbo de nuestra historia; por liberar la energía creadora del venezolano. Para ello es preciso forjar un sistema político que facilite el desenvolvimiento de las más extensas libertades del individuo. Tal sistema, capaz de proyectar la expresión de la autonomía individual, y con ella, una cultura política liberal, solo será posible si aceptamos nuestra despótica idiosincrasia, la cual ha sido propiciada por un monstruoso Estado venezolano, como la raíz de nuestro histórico fracaso.

De seguir manteniendo el monstruoso Estado dadivoso venezolano, seguiremos creando hombres dependientes y carentes de la capacidad de defenderse por sí solos. De mantener la enfermiza concepción de que nuestro Estado todo lo puede, seguiremos perpetuando nuestra cultura política caudillista. De continuar la vida del grotesco Paternalismo, seguirá perdurando la muerte del individuo Venezolano. Por ello, la urgencia de reducir la influencia del Estado en el proceder nacional.

Si aún no hemos llegado a gozar la dicha libertaria, es porque nos ha faltado la sinceridad, valentía y madurez necesaria para estructurar un Estado que se rija bajo el pensamiento clásico liberal. Nuestra despótica cultura política, ampliada desde el infame descubrimiento del oro negro que yace bajo nuestros pies, sólo cambiará al reducir nuestro histórico Estado totalitario y liberar nuestra energía creadora. No esperemos el despertar de nuestro espíritu democrático, justiciero y libertario bajo grotesca maquinaria Estatal.

Hoy más que nunca nos debemos una reposada meditación sobre las deficiencias morales e institucionales que, a través de la historia, han retardado nuestra hermandad, propiciado nuestra aceptación al caudillismo y dificultado un verdadero clima de libertad. Sin abrir un proceso de sinceridad en el que nos reconozcamos poseedores de una despótica cultura política, la cual ha sido históricamente agravada por un monstruoso Estado dadivoso, seguiremos alimentando una esperanza ficticia de libertad.

Referencias

Rangel, C. (1982). Del buen salvaje al buen revolucionario. Monte Avila.

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