Opinión Internacional

Chile país de epopeyas

Pensar que en nuestra Caracas cada fin de semana son asesinados más compatriotas que ese grupo de 33 mineros que han conmovido a su país, sin que al presidente de nuestra triste y desalmada república se le ocurra una modesta visita a la morgue para darle una voz de consuelo a sus sufrientes familiares.  Y ya nadie mire con amor a nuestra bandera, sumida en la vergüenza del obsceno manoseo presidencial.

Pronto hará tres semanas que un grupo de mineros chilenos, que trabajaban a setecientos metros de profundidad extrayendo cobre y oro del corazón de un cerro del desértico norte chileno, sufrieron un derrumbe que los sepultó sin posibilidad alguna de escape inmediato. Quedaron absolutamente incomunicados del mundo exterior y entregados a una suerte que hizo augurar los peores pronósticos. Este grave accidente, que hacía presagiar la reiteración de una tragedia que suele caer sobre una de las más sufridas repúblicas de la región con una regularidad aterradora, se cumplió a seis meses de uno de los más devastadores cataclismos del último siglo.

Conmueve ver una vez más el temple y la grandeza con que los chilenos – no importa su condición social – se enfrentan a la adversidad. Recurren al símbolo que los une ante circunstancias grandes y pequeñas, dolorosas y felices, pero mayores de lo que una sola persona o un grupo de personas podrían afrontar: izando la bandera nacional y aferrándose a la sustancia común que los unifica como un solo cuerpo: la chilenidad. En el más íntimo rincón de cada chileno se encuentra el tesoro que recibe cualquiera de ellos, sin contar cuna o condición social, desde el momento de su nacimiento: ser chilenos.

Cuesta dar cuenta de esa fibra profundamente interior que es el amor a la patria y el orgullo de la nacionalidad que vibra en cada chileno. Sin que se escuche el himno nacional sino en los momentos más especiales, raras veces y en las más solemnes circunstancias. Desde la infancia se les ha educado en el respeto y la profunda devoción que se le debe a la bandera, símbolo de una historia común que los ha forjado como personas. Cuando es izada no hay chileno que no sienta una conmoción interior. Y cuando arranca el himno nacional, cuesta contener las lágrimas. Sin que ese amor de patria tenga nada que ver con el patrioterismo, el chovinismo y todos esos recursos a los que se aferra la canalla nacionalista.

En medio del dolor causado por el terremoto reciente la imagen que galvanizó a los chilenos fue la de un desolado habitante de una de las aldeas sureñas más castigadas por la fuerza de los elementos que encontró entre el lodo y las ruinas una bandera chilena desgarrada por el tsunami cubriéndose con ella el cuerpo arrastrado por las aguas. Fotografiado por un reportero alcanzó los titulares y dio la vuelta al mundo.

Esta vez, reunidos los familiares de los sepultados, lo primero que ondeó en el cerro San José fue una gran bandera nacional. Y el presidente de la república, que no ha dejado un instante de asistirlos en la desesperada búsqueda de sus mineros. “Son nuestros mineros” ha dicho, y con ello se refiere al país entero. Pues habla en nombre de todos y cada uno de sus conciudadanos.

Por eso, al mediodía de ayer, cuando se supo que los 33 compatriotas estaban vivos, y que serán rescatados con vida, no importa cuanto se tarde en el esfuerzo, una alegría indescriptible se apoderó de los millones de chilenos.

Pensar que en nuestra Caracas cada fin de semana son asesinados más compatriotas que ese grupo de 33 mineros, sin que al presidente de nuestra triste y desalmada república se le ocurra una modesta visita a la morgue para darle una voz de consuelo a sus sufrientes familiares.  Y nadie mire ya a nuestra bandera, sumida en la vergüenza del obsceno manoseo presidencial.

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