Opinión Internacional

Comunidad Andina: 38 años de una historia inconclusa

El pasado 26 de mayo se conmemoró el 38 aniversario de la suscripción del Acuerdo de Cartagena, instrumento jurídico que institucionalizó al Pacto Andino o Grupo Andino (GRAN), génesis de la hoy conocida como Comunidad Andina de Naciones (CAN).

Durante las mas de tres décadas y media de vigencia del Acuerdo, y como todo proceso histórico, su evolución ha oscilado entre expansiones y contracciones conforme al devenir político y económico de sus países miembros que a lo largo de ese lapso, han enfrentado diversas coyunturas, unas favorables y, las mas, no tanto, que han signado su historia. Sin embargo, la suscripción por parte de Perú y de Colombia de tratados de libre comercio (TLC) con los Estados Unidos recrearon los signos de duda que siempre se cernieron en torno a la sobre vivencia de la integración andina.

El GRAN emergió en el escenario regional como respuesta al progresivo agotamiento que mostraba el proceso de integración que se desarrollaba en el ámbito de la extinta Asociación Latinoamérica de Libre Comercio (ALALC) caracterizado, fundamentalmente, por una absoluta inequidad en la distribución de los beneficios derivados de ese proceso a favor de los países que disponían de una estructura productiva mas diversificada, lo cual les facilitaba su acceso al mercado regional sometido a un proceso progresivo y permanente de apertura. Asimismo, nace inspirado en las ideas económicas prevalecientes en esa época y comporta, en si mismo, un estilo desarrollo al fundamentar su concepción en el modelo de sustitución de importaciones extrapolado al mercado ampliado que conformarían sus países miembros, conforme a los entonces postulados de la CEPAL.

A pesar de las expectativas que se generaron en el transcurso de su negociación, en el momento de la suscripción del Acuerdo surge el primer obstáculo que debe enfrentar el proyecto andino: Venezuela, no suscribe formalmente el Acuerdo original, por presiones de su sector empresarial, aunque en realidad no lo hace debido a las restricciones que le imponía el tratado comercial que tenía vigente con los Estados Unidos. Comenzó, así, el transitar de las penurias para el naciente Pacto Andino.

En su concepción original, el acuerdo subregional debía llevarse a la práctica con base en la complementación de los dos ejes que estructurarían, por trío, los seis países que lo negociaron. Por un lado, el eje norte, que sería conformado por Colombia, Ecuador y Venezuela, caracterizado por una profunda vocación energética; y, por el otro, el sur, que integrarían Bolivia, Chile y Perú, con una inequívoca vocación minera. Todo ello se reflejaba perfectamente en los mecanismos del Acuerdo, al priorizar por encima de los mecanismos comerciales, la industrialización de los sectores automotor, metalmecánico, petroquímico, químico y siderúrgico previendo, simultáneamente, múltiples mecanismos protectivos para el agropecuario, sector sensible para todos los países.

A pesar de ese primer tropiezo, y a la par de iniciar la liberación del comercio intrasubregional, se adoptan decisiones trascendentales para el proceso, entre otras, las referidas al régimen común de tratamiento a los capitales extranjeros y sobre marcas, patentes, licencias y regalías, por una parte; y al régimen uniforme de la empresa multinacional y reglamento del tratamiento aplicable al capital subregional, por la otra. Ambos regímenes, y en especial el primero de ellos, marcaban la pauta del sentido político del proyecto integracionista.

Asimismo, comienzan sus actividades la Corporación Andina de Fomento (CAF), brazo financiero de la integración, y el Convenio Andrés Bello (CAB), cuyo propósito es el de promover la integración cultural, científica y educativa entre los países andinos. Posteriormente, serían suscritos los Convenios Hipólito Unanue (CHU) para atender el área de la salud, y el Simón Rodríguez con el fin de promover la integración laboral. De igual manera, fueron creados el Fondo Andino (hoy Latinoamericano) de Reservas (FLAR), el Tribunal Andino de Justicia (TAJ) y el Parlamento Andino (PA), en tanto que mas tarde surgen los Consejos Consultivos Empresarial y Laboral, respectivamente, así como la Universidad Andina Simón Bolívar. Todos estos organismos, salvo el CAB, conforman conjuntamente con el Consejo Andino de Ministros de Relaciones Exteriores, la Comisión y la Secretaria General, el Sistema Andino de Integración (SAI).

En 1973 se produce, al fin, el ingreso de Venezuela, con lo cual se completa la estructuración de los dos ejes que, con su accionar conjunto, pautarían la complementariedad productiva en la subregion. Corto sería el lapso de ese accionar. En 1976, producto de la incompatibilidad de estilos de desarrollo, Chile denuncia el Acuerdo de Cartagena y, nuevamente, ahora con carácter definitivo, se desarticulan los dos ejes fundacionales del proceso, lo cual provoca una nueva revisión de los plazos contemplados para alcanzar las metas propuestas, así como de una serie de decisiones que requerían de la activa participación de los seis miembros.

En el contexto de esa nueva realidad sigue avanzando el proceso, estructurándose un entramado de intereses que le concedían sustentabilidad política y, de alguna manera, viabilidad económica, mediante la puesta en marcha de un conjunto de programas de cooperación. Pero, a comienzos de la década de los 80, los países miembros comienzan progresivamente a ser presas de la crisis de la deuda, lo cual genera el incumplimiento generalizado de los compromisos adquiridos, no sólo en el ámbito productivo, sino que también en lo comercial. Las políticas económicas instrumentadas por las administraciones nacionales para atender los desequilibrios generalizados derivados de la crisis, inspirada en las pautas de lo que se conocería posteriormente como el consenso de Washington, resultarían definitivamente incompatibles con los postulados fundamentales del Acuerdo.

A partir de ese momento, el proceso de integración se bilateraliza en el plano comercial y se paraliza la adopción de decisiones relativas a la industrialización conjunta, lo cual abona el camino para estimular el primer movimiento de revisión conceptual del esquema andino. Luego de un profundo y prolongado debate, el entonces órgano máximo del proceso, la Comisión del Acuerdo de Cartagena (hoy de la CAN) decide adoptar el Protocolo de Quito, con el cual se perseguía alcanzar un nuevo equilibrio entre actores, sectores, instrumentos y mecanismos de la integración subregional.

Si bien ese propósito salía al encuentro de una serie de demandas originadas en la propia realidad que enfrentaban los países, también abrió las puertas para debilitar, hasta desaparecerla, la concepción originaria que signaba al proceso de integración desde sus inicios. La estrategia adoptada por los órganos comunitarios a fines de 1989 así lo confirma, cuando el nuevo equilibrio perseguido es desvirtuado al concedérsele preeminencia a los mecanismos de mercado en detrimento de las demás herramientas integracionistas alejadas del accionar comercial, pero estrechamente vinculadas con la esencia política que debe caracterizar a todo proceso de integración.

A pesar de ese deliberado desequilibrio, el proceso continúa su marcha: Se siguen creando instituciones, se promueve la incorporación de nuevos actores y se atienden así una gran diversidad de materias; la constitución de la CAN constituye un hecho de la mayor relevancia, introduciéndose, en consecuencia, cambios sustanciales a los órganos decisorios y ejecutivos del proceso: Se institucionalizan las reuniones anuales de Presidentes y se incorpora a los Ministros de Relaciones Exteriores al proceso de toma de decisiones, en tanto que la Secretaría General sustituye a la Junta del Acuerdo de Cartagena como órgano técnico del proceso.

El ámbito comercial sería –precisamente- tierra fértil para que se gestara la nueva crisis que debió enfrentar el proceso. Perú decide no incorporarse a la unión aduanera prevista en la nueva estrategia al retroceder en la liberación del intercambio y desestimar la aplicación de la tarifa externa común, hechos que lo excluyen de participar en el proceso de toma de decisiones en las materias comerciales, paradójicamente, eje fundamental de la estrategia vigente en ese momento.

Superada esta crisis, el proceso retoma su ritmo de expansión en un clima de paz al superarse definitivamente los problemas limítrofes entre Ecuador y Perú. En ese contexto 1) se adoptan el compromiso por la democracia y la agenda social, 2) se legisla sobre la biodiversidad y sobre la propiedad intelectual, 3) se reactivan los convenios relativos a la salud y la integración laboral, 4) se alcanza el acuerdo sobre comercio de servicios, 5) se actualizan las normas reguladoras del comercio de bienes, 6) Colombia, Ecuador y Venezuela concluyen las negociaciones de un acuerdo de libre comercio con el MERCOSUR, 7) se sientan las bases de una política externa común, 8) todas las instituciones del SAI, en el ámbito de sus respectivas competencias, alcanzan un funcionamiento pleno, con la salvedad del FLAR, e, incluso, 9) el comercio intracomunitario logra acumular la cifra mas alta de su historia, al elevarse a casi los 9 millardos de dólares en el 2005. Esos avances demuestran –entre otros- el grado de cohesión que alcanzan los países miembros en el marco del proceso de integración, a pesar que no pueden concretar la formación de la unión aduanera, fundamento de cualquier política comercial común frente a terceros países.

Envueltos en esa dinámica, tres de los países miembros, Colombia, Ecuador y Perú, inician conjuntamente en el 2004 sus negociaciones con los Estados Unidos de Norteamérica con miras a la suscripción, inicialmente, de un TLC. Por diversas razones, la acción conjunta fue abandonada en las postrimerías de las negociaciones concluyendo las mismas, primero, Perú y, luego, Colombia, en tanto que el Gobierno de Ecuador desistió de concluirlas.

Como era de esperarse, la suscripción de los sendos TLC’s por parte de Colombia y Perú con los EE. UU., y el análisis preliminar de sus resultados, explicaron la reacción de Bolivia y Venezuela frente al impacto que acarrearían los mismos sobre los compromisos adquiridos en el ámbito del proceso de integración subregional. Más que ello, ese análisis puso en evidencia las divergencias conceptuales que separan a los gobiernos de los países andinos en torno a la inserción, tanto individual como colectiva, en el sistema internacional.

Las negociaciones de los TLC’s se constituyeron en la nueva modalidad instrumentada por los Estados Unidos para -por sumatoria- conformar el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), expresión comercial del esquema de relacionamiento contemporáneo hemisférico plasmado en la declaración resultante de la Primera Cumbre de las Américas, en la cual participaron todos los países de las tres Americas y el Caribe, menos Cuba.

Mas allá del impacto sobre los compromisos enmarcados en el cuerpo legislativo de la CAN, la posición asumida por Bolivia y Venezuela, posteriormente acompañada por Ecuador responde -sin lugar a dudas- a la concepción de los gobiernos de esos países sobre la integración latinoamericana y el rol que ella debe desempeñar en la inserción de la subregión en el mundo la cual dista, y en mucho, de las posiciones asumidas por los respectivos gobiernos de los países que se abocaron a las negociaciones con los Estados Unidos. En consecuencia, el seguir justificando las negociaciones desarrolladas con miras a acceder en condiciones favorables al mercado norteamericano y captar inversiones extranjeras de ese origen solamente constituyeron, y constituyen, un artilugio para continuar eludiendo la verdadera discusión de fondo que se ha planteado sobre la integración de América Latina y el Caribe y, por supuesto, sobre el relacionamiento de la región con el mundo.

Los compromisos de índole arancelaria y otros de carácter comercial adquiridos por Colombia y Perú podrían ser soslayados, en alguna medida, a través de la aplicación de la cláusula de la nación mas favorecida incorporada al Acuerdo de Cartagena en el antes mencionado Protocolo de Quito de 1987, mas no así con el resto de las disposiciones contempladas en los TLC’s y que previamente habían sido objeto de tratamiento en la CAN. Estas últimas deberán ser derogadas u objeto de una modificación sustancial por ser incompatibles con gran parte de la normativa incorporada en los TLC’s, como sucediera, en su momento, con las disposiciones comunitarias sobre propiedad industrial que afectarían seriamente a la industria farmacéutica subregional.

Sin embargo, estas soluciones instrumentales y, a todas luces parciales, no salían al encuentro del problema político que subyacía (y subyace) en el fondo de la discusión planteada.Ya no se trata de las “perforaciones” originadas cuando la suscripción del acuerdo entre Colombia, México y Venezuela (Grupo de los Tres, G3) o a las que surgieron como consecuencia de los respectivos acuerdos suscritos por Bolivia con México y con el MERCOSUR. Se trata de interpretar la significación política de las negociaciones llevadas a cabo por Colombia y por Perú, sobre todo teniendo en cuenta que el primero de ellos tiene profundamente comprometido su devenir histórico con la evolución de sus relaciones bilaterales con los Estados Unidos; en tanto que el segundo, además de su errático comportamiento en el marco de la CAN, ha demostrado su escasa vocación latinoamericanista, lo cual se verifica cuando se revisa la evolución reciente de su política exterior.

Esa interpretación política se expresa, en términos económicos, en la disputa que socavadamente sostienen las burguesías nacionales y las empresas transnacionales de continuar disponiendo de los subsidios y beneficios tributarios derivados de los TLC’s y de los tradicionales acuerdos de integración fundamentados, casi con exclusividad, en herramientas comerciales; frente a la propuesta venezolana de acometer un proyecto integracionista basado en el principio de la solidaridad y que revaloriza la cooperación y el papel de los estados para el uso conjunto de los recursos disponibles, sentado las bases de un nuevo esquema de interrelaciones orientadas a situar al ser humano como sujeto y objeto del proceso, a la par de afianzar la identidad y entidad de la región en el sistema mundial. Es allí donde radica la incompatibilidad que reiteradamente ha denunciando el Gobierno de Venezuela, entre la integración regional y los TLC’s y donde encuentran sus raíces más críticas las estrategias instrumentadas tanto en la CAN como en el MERCOSUR.

No cabía ninguna duda que las posiciones asumidas y las concepciones expresadas por los gobiernos de Colombia y Perú eran, y son, a todas luces, irreconciliables con las del venezolano. La interrogante que surgió de inmediato era obvia, y se relacionaba con el futuro de la CAN y, lógicamente, con el de la proyectada conformación de la Unidad de Naciones Suramericanas (UNASUR). Poco tiempo después, el Gobierno de Venezuela denunció el Acuerdo de Cartagena, dando por concluida la participación del país en la CAN provocando, en consecuencia, un debilitamiento sustancial del proceso andino de integración.

Ese debilitamiento se hizo más que evidente en la Cumbre Presidencial celebrada el 14 de junio pasado, en la ciudad de Tarija, Bolivia, ocasión en la cual -salvo el recibimiento de Chile como país asociado y el lanzamiento de unas negociaciones parciales con la Unión Europea- solamente resalta el dramático llamado hecho por el Presidente colombiano, ahora también de la CAN, para identificar fórmulas que promuevan la reincorporación venezolana. La respuesta del Presidente Hugo Chávez, no podía ser otra que la de invitar a esos países a conformar un esquema diferente basado en principios e instrumentado a través de mecanismos que prioricen al ser humano por encima de la acumulación de beneficios económicos.

La justificada salida de Venezuela signó la mayor crisis que ha vivido el proceso andino de integración, al cobijar con el manto de la incertidumbre el futuro de un esfuerzo de unidad concebido bajo el amparo de una historia y de un destino compartidos. Todo indica que la CAN está transitando el sendero de una historia inconclusa desde el mismo momento en que dos de sus miembros, Colombia y Perú, abandonaron las banderas que enarbolaran el 26 de mayo de 1969, cuando suscribieron el Acuerdo de Cartagena.

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