Opinión Internacional

¿Debe Cuba volver a la OEA?

La cuestión de si Cuba debe o no volver a la OEA depende en todo caso de si ésta se halla dispuesta a adherirse a un importante número de compromisos internacionales, como la Carta Democrática Interamericana, a partir de lo cual estaría obligada entre otras cosas a respetar los derechos humanos y las libertades fundamentales, así como a permitir la libre circulación de las ideas, la existencia de partidos políticos, la celebración de elecciones libres y el ejercicio de la libertad de expresión. De no ser así, dependería entonces de que los actuales miembros de la OEA quieran hacer a un lado dichos compromisos y convertir a la OEA en una organización de papel. De manera que la verdadera cuestión que tienen ante sí los miembros de la OEA de cara a la próxima reunión es si quieren que la Organización siga siendo de aquí en adelante un bastión de la democracia, del desarrollo, la cooperación y la libertad o un marco jurídico flexible para amoldarse a los regímenes autocráticos que se ufanan de irrespetar los derechos humanos y los principios democráticos.

El nuevo gobierno de los EEUU ha venido siendo objeto de creciente presión para definir una nueva relación con Cuba. Asimismo, varios países de América Latina han insistido en la idea de readmitir a Cuba en el Sistema Interamericano. Hace pocos días, Mary Anastasia O’Grady afirmó con razón que el regreso del régimen de Castro a la OEA socavaría el Sistema Interamericano y desmoralizaría al creciente movimiento disidente en Cuba. Pero tal vez sólo tenía razón en parte. El problema es que la readmisión de Cuba no sólo causaría un gran desaliento para los disidentes cubanos, sino que equivaldría también a una bofetada para millones de inermes ciudadanos de todo el continente, que libran una guerra silenciosa contra el avance de la autocracia, el militarismo y el populismo, en gran parte planificado y aupado por el régimen al que algunos desearían acoger en la OEA y patrocinado por los generosos ingresos petroleros de Venezuela.

Semanas antes de que Cuba fuera excluida de la OEA en enero de 1962 y varios meses antes del despliegue de misiles nucleares soviéticos en la isla que puso al mundo al borde de una tercera guerra mundial, Fidel Castro desafió al hemisferio, cuando afirmó que él era y sería siempre un marxista-leninista. Nunca se le ocurrió decir que era un demócrata. Los ministros de Asuntos Exteriores que asistieron en ese entonces a la reunión de la OEA decidieron por unanimidad que el marxismo-leninismo era incompatible con el sistema interamericano, ya que invalidaba los fundamentos de la democracia representativa, la vigencia de los derechos humanos, y los principios de la no intervención y la libre determinación.

La decisión que excluyó al gobierno de Cuba de continuar participando en la OEA señalaba que la adherencia de cualquier miembro de la Organización al marxismo-leninismo era incompatible con el Sistema Interamericano y que su alineación con el bloque comunista rompía la unidad y solidaridad del hemisferio, que la identificación oficial de dicho gobierno como tal era incompatible con los principios y objetivos del Sistema Interamericano y que dicha incompatibilidad excluía al gobierno cubano de entonces de participar en dicho Sistema. Esto ha llegado a interpretarse en el sentido de que Cuba seguiría siendo técnicamente miembro, pero sin el derecho a hacerse representar o asistir a las reuniones de la Organización, lo que no la excluiría en todo caso de las obligaciones contraídas bajo la Carta de la OEA y la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, entre otros compromisos.

Cuarenta y siete años más tarde, el actual e inefable Secretario General de la OEA ha vuelto sobre el tema al apoyar la revocación de la exclusión de Cuba, sobre la base de que se trata de una situación «obsoleta» que respondía a los años de la Guerra Fría y que como tal debería revertirse. Sin embargo, la cuestión es que la exclusión de Cuba del Sistema Interamericano no tuvo mucho que ver realmente con la Guerra Fría, pero sí bastante más con su abierta intervención y promoción de movimientos guerrilleros en la década de los 60, incluyendo desembarcos de armas y personal militar, con la abierta y confesa intención de socavar un gobierno democrático libremente electo por el pueblo, con la muy cuestionable participación de ahora connotados compatriotas.

Lo que sí es realmente obsoleto para la región y además una vergüenza para sus complacientes políticos, es la persistencia misma de una autocracia dinástica en Cuba, que hace de la isla la cárcel más grande del mundo y que mantiene a su pueblo en terribles circunstancias económicas después de medio siglo de revolución, incapaz incluso de suministrarle energía eléctrica, aún con el petróleo casi gratuito de su compinche venezolano.

Nada ha cambiado desde entonces como para sugerir que Cuba pueda ser reinsertada en el Sistema Interamericano sin un amplio debate previo, la manifestación de una sincera voluntad de cambios y el efectivo cumplimiento de los mismos, a menos que queramos hacer a un lado seis décadas de avance en los ámbitos de la democracia, de los derechos humanos y la cooperación social, económica y cultural entre los miembros de la OEA. Las razones fundamentales por las cuales Cuba fue expulsada de la OEA siguen siendo hoy en día exactamente las mismas que hace 47 años; peor aún, incluso el régimen y sus propósitos siguen siendo los mismos.

La Secretaria de Estado norteamericana, Hillary Clinton, expuso recientemente la posición de su país, al señalar que no se debería permitir la reincorporación de Cuba a la OEA hasta que realice reformas políticas, libere presos políticos y respete los derechos humanos. Lo mismo puede decirse de un grupo importante de países de América Latina, que esperan señales claras y positivas de un régimen no democrático, antes de permitir que sea reintroducido en el Sistema Interamericano.

Teóricamente, en vista de que fue expulsada hace 47 años, Cuba tendría que adherirse a una larga lista de compromisos y acuerdos adoptados desde entonces, especialmente la Carta Democrática Interamericana, una proeza ciertamente difícil de cumplir para el actual régimen cubano. El levantamiento de la suspensión de Cuba luce como inconcebible sin el firme compromiso del gobierno cubano de cumplir con esas obligaciones, lo que se apunta como una tarea monumental.

En efecto, la Carta Democrática marcó un hito de gran trascendencia no sólo para el continente, sino para el desarrollo del derecho internacional en el mundo, al adoptar una serie de principios que constituyen un salto cualitativo de gran importancia. Y para muestra basta con su primer y tercer artículos, los cuales señalan que los pueblos del continente americano tienen el “derecho a la democracia y sus gobiernos la obligación de promoverla y defenderla”, y que “son elementos esenciales de la democracia representativa, el respeto a los derechos humanos y las libertades fundamentales; el acceso al poder y su ejercicio con sujeción al estado de derecho; la celebración de elecciones periódicas, libres, justas y basadas en el sufragio universal y secreto como expresión de la soberanía del pueblo; el régimen plural de partidos y organizaciones políticas; y la separación e independencia de los poderes públicos.”

A solicitud de Nicaragua y a pesar de que fue presentada fuera de tiempo, el Consejo Permanente de la OEA acordó incluir finalmente en la agenda de la reunión de la Asamblea, el tema de una eventual resolución sobre la reincorporación de Cuba. En vista de que no hubo consenso sobre la base de las propuestas realizadas por los Estados Unidos, Honduras y Nicaragua, el Consejo Permanente decidió este miércoles 27, la creación de un grupo de trabajo abierto para tratar de acordarse sobre una eventual resolución, el cual deberá presentar el resultado de sus deliberaciones durante la reunión de la Asamblea General.

Sin embargo, toda esta discusión no pareciera tener mucho sentido, si tenemos en cuenta la cuestión crucial de si realmente el gobierno cubano quiere volver o no a la OEA, ya que históricamente ha menospreciado a la Organización, al catalogarla como un ministerio de colonias de los EEUU y acusarla de no ser una verdadera representante de los intereses de América Latina ni obedecer a éstos últimos. Por su parte, el afligido Comandante se encargó el mes pasado de señalarle a Insulza que los cubanos no quieren ni siquiera “escuchar el infame nombre de esa institución” y mucho menos que se suponga que están deseosos de “ingresar en la OEA”, e insistió en que “el tren ha pasado hace rato, e Insulza no se ha enterado todavía”. Para ser más claros aún, el Canciller cubano se encargó esta semana de afirmar que a su país no le hace falta ser miembro de la OEA y que se siente muy orgulloso de estar fuera de una organización que calificó de anacrónico instrumento de los Estados Unidos.

Habida cuenta de lo contradictorio de todas estas posiciones, luce como si alguien estuviese jugando un juego no muy transparente en todo este asunto. Honduras quiere aparecer como el perfecto anfitrión, Nicaragua se empeña en hacer de chico malo, los EEUU tratan de poner orden en el asunto y el Secretario General, por su parte, se sigue debatiendo entre insólitas contradicciones, en medio de un juego en el que no está muy claro a que apunta él ni el resto de los miembros de la OEA. Por el momento, el gobierno venezolano parece haber tomado ya una decisión: olvidarse de la OEA y promover junto con Cuba el establecimiento de una fantasiosa organización paralela, al estilo del ALBA, si es que alguien más se anima a seguirle.

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