Opinión Internacional

El otoño del dictador

Aún es temprano para establecer con precisión los alcances de la salida del dictador Fidel Castro del núcleo central de la estructura de poder en Cuba. Un error en la forma de tratar la diverticulitis que lo afectó hace más de dos años (error del cual él mismo es responsable principal, pues obligó a los médicos tratantes a seguir un protocolo que no era el adecuado), lo mantuvieron alejado del ejercicio diario del poder desde julio de 2006. Las limitaciones físicas y la conformación de un nuevo esquema de jerarquías en la pirámide política de la isla, lo indujeron a renunciar a la jefatura del Estado y de la Comandancia del Ejército. El final político de Castro no ha sido el mismo que el de otros dictadores comunistas. Stalin, Mao y Tito, por ejemplo, se mantuvieron al frente del Estado hasta el día que la Divina Providencia los llamó a rendir cuentas. Desde luego que mientras viva el comandante Castro tendrá una influencia importante, aunque ya no decisiva, en el curso que siga la isla. A Raúl Castro y al resto del grupo que lo acompaña le llegó el momento de asumir la conducción del aparato gubernamental. Veremos qué hacen ahora que el anciano déspota es más una sombra que una amenaza.

Del pueblo cubano no es mucho lo que pueda esperarse. Su escasa y precaria experiencia democrática hasta el triunfo de Fidel Castro y sus “barbudos”, más las casi cinco décadas de dominio dentro de uno de los sistemas totalitarios más herméticos de los que se tenga registro, anestesiaron a esa nación. Tanto ha sido el adormecimiento, producto de la combinación entre el terror y la ideologización, que ni la caída del Muro de Berlín en 1989, ni el colapso del imperio soviético en 1991, ni la oleada que estremece a toda Europa del Este a principios de los 90, y que derrumban incluso un régimen tan cerrado como el de Albania, provocan ninguna manifestación de protesta en la isla caribeña. Hasta en China -donde el Partido Comunista no se anda con contemplaciones de ninguna naturaleza- se producen los dramáticos acontecimientos de la Plaza Tiananmen, con los estudiantes como protagonistas. En Cuba, en cambio, el despotismo de Fidel Castro y su aparato represivo nunca reciben una respuesta de las masas. El asalto a la embajada de Perú en 1981 y Marielito fueron salidas desesperadas de un sector de La Habana que se sintió tan humillado, que decidió jugarse la vida, primero invadiendo la delegación diplomática y luego viajando en esas embarcaciones precarias que los trasladaron al puerto de Florida.

Salvo las honrosas manifestaciones de las Mujeres de Blanco y los heroicos esfuerzos del Proyecto Varela hace algunos años, las protestas de los cubanos han sido solitarias. Ese es el caso de escritores como Leonardo Padura Fuentes, quien vive en la isla y en sus relatos pinta frescos de la descomposición de la isla, sin mencionar jamás el nombre de Castro o la palabra “revolución”. La rabia y frustración de los cubanos frente a la represión, la ausencia de libertad y democracia, la escasez y la gigantesca pobreza generalizada, se manifiestan en los centenares de ciudadanos que abandonan el territorio insular en embarcaciones improvisadas, muchas de ellas portentos de imaginación e inteligencia.

No veo en el futuro cercano sólidas manifestaciones de obreros, estudiantes, campesinos y profesionales por las calles de La Habana y de otras ciudades del país pidiendo elecciones libres, poderes independientes y equilibrados, libertad de expresión, libertad de iniciativa, defensa de la propiedad privada, y todos los demás derechos que permitirían convertir a Cuba en una nación con un sistema democrático estable. Ojalá me equivoque. Ojalá y a lo largo de todas estas décadas se hayan acumulado tantas energías dentro de esa sociedad, que sus propios ciudadanos fuercen a la nueva nomenclatura a introducir cambios radicales en un período relativamente corto. Veamos qué pasa con las centenas de presos políticos depositados en las cárceles. Una señal positiva sería que los liberaran. ¿Se atreverán a desafiar a Fidel?

El otoño de Fidel Castro tendrá consecuencias importantes en su pupilo venezolano. El teniente coronel de Sabaneta siempre ha pretendido convertirse en el sucesor a escala internacional del tirano tropical. Ha querido transformarse en el ícono de la revolución mundial. Le ha faltado esa aureola mística que rodea a Castro durante los primeros años de la revolución cubana, cuando baja de Sierra Maestra y reta al gigante norteamericano con actos tan audaces como irresponsables. El comandante Chávez, con menos pergaminos que los de su tutor y guía espiritual, a pesar de su abundante chequera, no ha podido encarnar ese nuevo símbolo. Ahora, tras la derrota del 2-D y las que le esperan en el futuro cercano, su chance de volverse figura mítica es cada vez menor. En un plano más concreto, el proyecto de confederación entre Venezuela y Cuba quedó pulverizado. Raúl Castro no ha manifestado ningún interés en la fulana federación, mientras Fidel ya no cuenta con los arrestos para promoverla y mucho menos imponerla. Y, la verdad sea dicha, luego del referendo de diciembre pasado, Chávez tampoco tiene con qué impulsar esa alianza.

Las relaciones del gobierno venezolano con el cubano desde luego que se mantendrán, pero entrarán en una nueva fase. Raúl Castro no será tan insensato como para romper los vínculos con Chávez y perder ese maná que le proporciona, sin mayores costos, el caudillo venezolano. Sin embargo, el nuevo líder cubano tiene abiertas otras puertas. Una de ellas es la que da hacia China y Vietnam. Para estos países, ambos con gobiernos comunistas y economías capitalistas, sería muy sencillo profundizar sus nexos económicos con la isla cariberña. En este hemisferio está Brasil. Chávez no podrá imponerle condiciones a Cuba, ni podrá chantajearla. A lo mejor heredará algo del liderazgo mundial que tuvo Fidel Castro, pero nunca lo alcanzará. Cuenta con petrodólares, sin embargo le falta eso que los romanos llamaban autoritas.

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