Opinión Internacional

Elián en Miami: un mito en gestación

Cuando el mundo se enfrenta a una tragedia tan conmovedora como la de Elián González, el niño de seis años que, tras sobrevivir a un naufragio, ha quedado atrapado en el lodazal político del exilio cubano de Miami, su reacción instintiva es intentar ponerse en el lugar de los personajes que intervienen en el drama.

Cualquier padre sabe lo que ha sentido Juan Miguel González, el progenitor de Elián, en su casa del pueblo de Cárdenas: la pena de perder a su primer hijo, un niño que llegó después de siete embarazos frustrados; luego, la alegría de descubrir que Elián había sobrevivido contra todas las probabilidades y que había llegado a Florida flotando en un neumático; y finalmente, el enorme disgusto al saber que un grupo de parientes lejanos y desconocidos estaban empeñados en interponerse entre él y su hijo.

Quizá también podemos entender el estado de ánimo de Elián. A fin de cuentas, estamos ante un niño que vio a su madre morir en las aguas oscuras del mar. Desde entonces, su padre no ha estado a su lado. Por tanto, resulta comprensible que Elián se agarre a quienes le han acompañado en Miami, que se aferre a ellos temiendo por su vida, como se abrazó con fuerza a aquel neumático.

Si el niño se ha fabricado una especie de felicidad provisional en un patio de Florida, debemos ver en su comportamiento un mecanismo psicológico de supervivencia, no la sustitución definitiva del amor de su padre. El hecho de que los políticos utilicen políticamente al niño no le agrada a nadie, aunque tampoco sorprende. Al Gore ha intervenido con la propuesta, poco estudiada, de conceder la residencia a Elián y a su padre (oferta que Juan Miguel González rechazó de inmediato), pero sabemos que sólo intenta -lo más probable que inútilmente-, captar los votos de los cubanos republicanos. El alcalde de Miami, Alex Penelas, ha declarado, irresponsablemente, que las fuerzas policiales de la ciudad no ejecutarán la orden de devolver a Elián a su padre, pero sabemos que también habla de cara a su propia galería.

Fidel Castro ha pronunciado una serie de discursos grandilocuentes en los que ha hecho de Elián un símbolo del orgullo nacional y, al mismo tiempo, un ejemplo de la locura de emigrar a Estados Unidos. Pero esto tampoco es nada nuevo.

Elián González ha pasado a ser el balón de un juego político -créanme, sé lo que se siente en esta situación-, y la primera consecuencia de convertirse en un balón es que uno deja de ser considerado un ser humano con sentimientos. Un balón carece de vida, y sólo existe para recibir patadas. Por tanto, Elián ha pasado a ser un objeto útil, pero fundamentalmente un objeto, para todos aquellos que discuten sobre su futuro.

Elián se ha convertido en una prueba de la adicción de Estados Unidos a los litigios, o en símbolo del orgullo y del poder político de una poderosa comunidad de inmigrantes.

Es el campo de batalla donde se enfrentan la ley de la turba y el Estado de derecho, un anticomunismo virulento y el antiimperialismo del Tercer Mundo. Ha sido clasificado una y otra vez, convertido en consigna, falsificado, hasta el punto de que, prácticamente, ha dejado de existir como persona para los ardorosos combatientes. Ha pasado a ser una especie de mito, un recipiente vacío en el que el mundo derrama sus prejuicios, su veneno y su odio.

Todo lo anterior es, más o menos, comprensible. Sin embargo, es un verdadero enigma lo que está pasando por la cabeza de los familiares de Miami de Elián. La familia de este pobre niño ha decidido conceder más importancia a sus intransigentes posturas ideológicas que a la obvia y urgente necesidad que tiene el niño de estar con su padre, una decisión que a muchos de nosotros nos parece antinatural.

Existen pruebas indudables como, por ejemplo, el convincente artículo de García Márquez publicado en The New York Times, de que Juan Miguel González es un buen padre. Por tanto, las críticas que contra él dirigen los abogados de los familiares de Miami constituyen un golpe bajo. Aunque también existan pruebas de que Castro está utilizando al padre de Elián con fines políticos, la mayor parte de nosotros nos preguntamos: «¿Y qué?».

Aún en el caso de que González sea un auténtico rojo, de los que más odia la comunidad cubana de Florida, sus convicciones políticas no invalidan su derecho a recuperar la custodia de su hijo, y sostener lo contrario es, en fin, inhumano. Cuando los familiares de Miami dan a entender que Elián será sometido a «un lavado de cerebro» si regresa a Cuba, esto sólo nos hace pensar que son más ignorantes que los ideólogos que ellos condenan.

García Márquez termina su artículo lamentándose del «daño mental que ha sufrido Elián González a causa del desarraigo cultural al que ha sido sometido». Sin embargo, en esta ocasión, el escarnio que hace de Estados Unidos resulta sin duda inoportuno. El presidente Clinton, la fiscal general Janet Reno y los tribunales federales estadounidenses han mostrado sensatez durante esta prolongada crisis, y la opinión pública norteamericana ha respaldado su postura de que Elián debe estar con su padre. En este sentido han actuado mucho mejor que, por ejemplo, las autoridades alemanas, quienes recientemente han resuelto varios casos célebres de custodia de menores negándose a devolver los niños a padres no alemanes que vivían en el extranjero.

Está claro que la historia de Elián no es una tragedia norteamericana, sino cubana. Y, efectivamente, se trata de un ejemplo de «desarraigo cultural», pero no como lo entiende García Márquez. La comunidad cubana es la que ha sufrido perjuicios al quedar desarraigada de su isla. Lo que comenzó como una lucha contra la intolerancia ha producido una espantosa intolerancia. Lo que comenzó como una huida de la tiranía ha terminado, al menos así parece, en una huida no sólo de la razón, sino también de la humanidad más elemental.

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