Opinión Internacional

¡Hombre, Cuevas!

El candidato Almunia se ha reunido el otro día con los empresarios, que era una reválida que le quedaba por pasar. Felipe González dice que no hay que confundir a Cuevas con los verdaderos empresarios, pero es que Felipe González se ha adjudicado el papel de traspunte y no hace más que poner notas de pie de página a todo lo que hacen los demás.

El señor Cuevas, del que hace tiempo que no sabíamos, le ha dicho a Almunia que a él no le basta con conocer ese pacto, sino que necesita conocer el programa de Gobierno completo. O sea que se contradice, porque le exige al candidato los misterios del programa y a continuación le suelta esta cosa un poco ordinaria:

– Usted mismo sabe que no va a gobernar.

Hombre, coño, señor Cuevas, que se lo dice usted todo y se quita la razón a sí mismo. Si usted considera que Almunia nunca va a gobernar, ¿por qué le interesa tanto el programa de gobierno de Almunia? Fue bien traída la paradoja y no es sino un ejemplo más, muy plástico, de cómo los empresarios, a juego con toda la derecha, están en un vilo, viviendo en una pura llaga, viendo venir el Frente Popular de cuando entonces, con sus milicianos, sus esqueletos y sus petroleras.

Aseguró el señor Cuevas, en lo que fue un populoso, cálido y peligroso encuentro, que ellos habían padecido mucho con los gobiernos socialistas (aunque sin citar a nadie) y que con Aznar les había ido mucho mejor, y creen que a la gente también. El señor Cuevas, a quien tanto hemos echado de menos en sus laboriosas ausencias públicas, ha perdido facultades o ha ganado años, porque antes no era tan frontal, tan simple ni tan simpático. Eso de contar que con los socialistas se entendían peor que con Aznar es contar obviedades y batallas de amor, un pasado memorioso y obvio. A Aznar no le gustará mucho que le ponga como santo patrón de los empresarios.

Pero la dialéctica correcta del discurso de Cuevas, insisto, fue ésta: «Usted no va a gobernar, pero queremos conocer su programa de gobierno». Cuando un anciano principia a contradecirse graciosamente en público, es que está a cinco minutos de celuloide de caer en Groucho Marx. Temblaban las flores rojas de la mesa, movidas por un relente de novedad y miedo, temblaban las arañas del techo, llevadas en su luz por el viento solano de la revolución pendiente, y el señor Cuevas -hombre, Cuevas, coño-, seguía hilvanando gracietas. Fue un cumpleaños bajo un temporal. Habla Cuevas de un «programa oculto de la izquierda», porque cuando uno tiene miedo empieza a ver fantasmas, es lo suyo. El programa oculto llegó lentamente a adumbrar los salones, y las flores rojas eran ya una palidez femenina de vírgenes violadas por los libertarios.

No sabe uno si los medios le han dado la debida importancia al encuentro fundamental de la campaña: la izquierda y el miedo separados por una trinchera de claveles y ensaladilla. La comida fue tensa y las estrellas del dinero fueron interviniendo. Tienen amargo recuerdo de las nacionalizaciones y todo lo quieren manejar ellos. Entrados en la edad, veteranos de la muerte, no se esperaban esta resurrección tardía de los rojos.

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