Opinión Internacional

Integración y Política Exterior

Las recientes denuncias del Acuerdo de Cartagena y del Tratado de Libre Comercio suscrito en 1994 por Colombia, México y Venezuela, así como la aprobación del protocolo para la adhesión venezolana al MERCOSUR, han colocado nuevamente a la integración en rol protagónico dentro de la agenda política del país. Es indudable que las decisiones adoptadas por el Gobierno Nacional iban a causar cualquier tipo de reacción de diversos sectores de la sociedad, en particular, de aquellos que ven afectados sus intereses económicos. Lo sorprendente ha sido que esas reacciones se hayan hecho manifiestas, y con mayor intensidad, por sectores que nunca se ocuparon de la participación del país en los diferentes esquemas de integración ensayados en la región y que tradicionalmente ocuparon las trincheras donde se originaban los grandes obstáculos para concretar y consolidar esa participación.

Es esperable que en un periodo pre-electoral y, por supuesto, en el ámbito de confrontación en el que aun vive nuestra sociedad, las reacciones fuesen de ese estilo. Sin embargo, lo más sorprendente es que los expertos e inexpertos que han expresado esas reacciones, no hayan comprendido, o querido comprender, que por primera vez en nuestra historia un Gobierno, no solo convierte a la integración en un tema clave de su política de desarrollo sino que, además, la transforma en el eje rotador de su política exterior. Esa interacción de la integración, lo que pone de relieve es la trascendencia que ella ha adquirido para la evolución del proyecto nacional puesto en marcha desde febrero de 1999.

Muchos se preguntaran, entonces, las razones que explican la actitud del Gobierno frente a esos dos acuerdos siendo que la integración ocupa un papel fundamental dentro del proyecto nacional. Las respuestas no pasan por los efectos económicos o jurídicos de las denuncias anunciadas. Ellas transitan, esencialmente, por el sendero político-ideológico que orienta ese proyecto y que, en términos de la integración, implica ensayar un estilo integracionista radicalmente distinto al puesto en práctica hasta ahora.

Sin entrar a emitir juicios de valor entorno a las virtudes y deficiencias que caracterizan a los diferentes esfuerzos integracionistas actualmente vigentes, no caben dudas que, en general, los mismos fueron edificados sobre la base única y exclusiva de la competencia comercial a través de amplios programas de liberación del intercambio de bienes y servicios librando, en consecuencia, la asignación de los recursos productivos al juego de la oferta y la demanda en los mercados ampliados que se han ido conformando. Desde el punto de vista conceptual, ello se traduce en la distribución de los subsidios y beneficios tributarios entre las burguesías nacionales y las empresas transnacionales extranjeras limitando, por tanto, las posibilidades que las ventajas derivadas de esos esfuerzos permearan hacia las grandes capas poblacionales de los países participantes, salvo aquellos vinculados a la creación y desviación de comercio resultantes de los avances en la liberalización del intercambio. En esa misma línea se inscriben los tratados de libre comercio negociados y suscritos, según el caso, por Colombia y Perú con los Estados Unidos, con el agravante que con estos últimos, ambos países pierden autonomía para el diseño y ejecución de determinadas políticas en algunos sectores objeto de tratamiento en los tratados.

Esa concepción de la integración contrasta abiertamente con el planteamiento sostenido por el Gobierno venezolano de estructurar esquemas integracionistas fundamentados en cuatro principios básicos: respeto a la soberanía nacional, solidaridad, complementariedad y tratamientos diferenciales, mediante la ejecución de programas de cooperación horizontal para el uso compartido de los recursos disponibles y el desarrollo prioritario de proyectos orientados a reducir la exclusión social, contando con la activa participación de los estados. Adicionalmente, este tipo de integración se caracteriza por el gradualismo y la flexibilidad en las formas de asociación, lo cual excluye, de entrada, la posibilidad de establecer cualquier tipo de condicionalidad para los países participantes o que aspiren a participar en el esquema y la creación de instituciones supranacionales.

Al contrastar las dos concepciones antes expuestas, debe aclararse el entendimiento sobre la incompatibilidad de seguir perteneciendo a determinados esquemas nacidos bajo el amparo de los preceptos del denominado “Consenso de Washington”, mientras se promueve, y se lleva a la practica, acuerdos que definitivamente persiguen objetivos que trascienden ampliamente a aquellos de carácter comercial. En síntesis, existe una contradicción evidente entre los dos estilos de integración que, desde todo punto de vista, son incompatibles entre si.

Como se menciono, ese estilo de integración es usado como el eje fundamental de la política exterior del país y, para ello, también por primera vez en nuestra historia, se utiliza la energía (gas, petróleo y electricidad) como elemento articulador de esa política. Los ejemplos en materia de integración energética son más que elocuentes, no solo por los principios en que se han fundamentado los acuerdos vigentes en esta área, sino por la forma como se han instrumentado y los que se instrumentaran en el futuro.

Otro hecho inédito que debe registrarse también, es que por primera vez, la política exterior es concebida y llevada a la práctica como una extensión de la política de desarrollo y, por supuesto, del proyecto nacional orientado hacia la creación de una nueva sociedad en nuestro país, bajo preceptos y con paradigmas radicalmente diferentes a los que han prevalecido hasta el presente.

Nuevamente, la subestimación y la miopía política se constituyeron en los ejes rectores de las opiniones expresadas por los expertos e inexpertos en esta materia, quienes fueron sorprendidos, otra vez, por medidas obvias que responden a la lógica de un proyecto que se niegan a asumir y, mucho menos, intentan comprender.

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