Opinión Internacional

La cola de un caballo muerto

A Fidel Castro le han puesto muchos apodos, varios de ellos irrepetibles en este espacio en el que me precio de no haber escrito jamás una palabrota de esas que tanto abundan en los textos de quienes carecen de la gracia del lenguaje. Entre muchos apodos, a Fidel lo llamaban “El Caballo” cuando estaba en la Sierra Maestra.

Yo, amante y admiradora del “equus caballus”, que es animal gallardo y noble, encuentro que acomodar tal título al connotado sátrapa caribeño, debería ser algo que cause reclamo y enérgica protesta en las sociedades protectoras de animales. Tal apodo es un insulto a la especie equina.

Pero aceptando que así lo llaman, hablemos entonces de la última puesta en escena de su majestad Fidel. Sí, lo dije correctamente, una puesta en escena. Porque lo de Fidel ha sido y siempre será teatro, puro teatro, como bien canta el famoso bolero del boricua Tite Curet Alonso que muchos recuerdan en la inmortal voz de La Lupe. “…Teatro, lo tuyo es puro teatro, falsedad bien ensayada, estudiado simulacro…”

Este retiro de Fidel no es más que huida obligada. Escape de quien quiere que la historia le perdone sus errores y horrores. Que la culpa la paguen otros, el hermanito Raúl de primero, que para más conveniencia lleva el mismo apellido. Fidel quiere morir, pero le tiene pánico a la muerte. Porque la parca no le tendrá clemencia, y él lo sabe.

A Fidel no le cabe la gloria de la laureada pieza del Tío Simón. Fidel no es elegante ni augusto caballo viejo. Fidel está simplemente viejo, añejo, agotado. Huele a naftalina, algunos dirían que apesta a formol. Pero sí le aplica al carcamal los versos de esa canción: “…El potro da tiempo al tiempo porque le sobra la edad, caballo viejo no puede perder la flor que le dan, porque después de esta vida no hay otra oportunidad….”

A Fidel le sobra la edad, y la malignidad. Vaya si las tiene en abundancia. De eso sí es ejemplo. Y es cierto, después de esta vida no hay otra oportunidad. El tuvo la oportunidad en esta vida de hacer el bien, de portarse como un líder del progreso y la libertad; y él escogió ser el arcángel cubano de la perversidad. El pudo hacer lo que toca a todo buen hombre que enfrenta una luz en el camino. Caído Batista, que cayó sin que Fidel tuviese absolutamente nada que ver con ello, Fidel ha debido manejar con prisa la transición. Llamar a elecciones democráticas. Pero si hay algo que Fidel jamás fue es un demócrata.

No hay manera de medir con precisión el daño que Fidel hizo durante estos cincuenta años de autoritarismo al pueblo cubano. Nadie puede devolver a los cubanos los años perdidos, el desperdicio de las oportunidades, el dolor de los golpes, los atropellos y las vejaciones. Nadie puede restaurarles a los cubanos los años de miseria y el haber convertido a Cuba en una gigantesca cárcel.

Más tarde que temprano, porque es ley de vida, Fidel morirá. Le harán homenajes de todo tipo, sabor y color, como se los hicieron a Mao y a Stalin. Plañideras de baja tarifa se aparcarán a la vera de su ataúd para llorarle. Y luego, con el correr del tiempo, que es implacable, su tumba se convertirá en un atractivo turístico, con variados souvenirs (franelitas, CDS, libros de alabanzas, biografías plagadas de loas deshilachadas hechas por jala mecates y espacio para “saque su foto aquí”). Terminará Fidel como tantos otros en la historia mundial, como estampita impresa a full color que se vende a turistas incautos. Para eso quedará Fidel. No será, ni lo sueñe, un Napoleón de la Mar Caribe. El suyo será un mausoleo de la decadencia.

Los republicanos españoles suelen hacer una ceremonia: acuden a la plaza de Chinchón y escupen. No cuesta imaginar que poco después de su muerte, un anónimo visitante a la tumba de Fidel aproveche un momento de esos de descuido de los guardias, un instante en los que se volteen a ver con lujuria las piernas de una muchacha. Y entonces, ese ciudadano desconocido, acaso uno de esos que nacieron y crecieron bajo la égida castrista, se sacará del bolsillo un clavo o acaso una simple navajita, para hacer un trazo sobre la piedra. Escribirá algo así como: “aquí yace uno que nunca debió nacer”.

Lo llaman El Caballo. No es por cierto Babieca, Rocinante o Bucéfalo. No es ni Pegaso ni Janto. Tampoco Strategos, Genitor o Lazlos. No tiene el brío de Marengo ni la gracia intrépida del As de Oros. Y menos que menos la estirpe de Palomo.

Parafraseando a Virgilio en el canto CDXXIX de Las Geórgicas, ese al que en la Sierra Maestra apodaron El Caballo, apenas si dejará las huellas en la superficie de la arena.

Rómulo Gallegos, en su exquisita obra “Cantaclaro” escribe unos versos que vienen como anillo al dedo a esta circunstancia:
“¡Caballo negro, retinto,
ya están trocadas las suertes,
hasta hoy me cargaste en vida
desde hoy me cargas en muerte!”

Recurro a Luis Pastori para cerrar estas líneas que ya me tienen sofocada: “el tiempo está en el cielo dando coces, derribando semana tras semana, y el olvido es un pájaro que canta sobre la cola de un caballo muerto”.

Dicen que disculpar es humano y perdonar divino. Que Dios lo perdone, porque yo no puedo.

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