Opinión Internacional

La guerra sin Jojoy

En septiembre, cuando una tormenta de plomo cayó sobre el búnker del Mono Jojoy y la foto de su cadáver inflado y renegrido le dio la vuelta al mundo, se cerró un ciclo para las Farc y, en consecuencia, para el conflicto colombiano. La Operación Sodoma es el bombardeo más intenso que se haya visto en la historia del país: 30 aviones, 27 helicópteros y por lo menos 30 toneladas de explosivos se usaron para matar al hombre más temido del país.

Víctor Julio Suárez, un campesino de Sumapaz que ingresó siendo un niño a las filas insurgentes, se convirtió en un mito de la guerra que despertaba admiración y respeto entre sus filas y temor y repudio entre los colombianos. Fue Jojoy el que humilló a las Fuerzas Armadas con tomas a bases militares donde murieron centenas de soldados y policías y fueron tomados como prisioneros más de 500. Fue Jojoy el que construyó una tenaza de violencia sobre Bogotá y se atrevió a usar como nunca antes en la historia del conflicto el terrorismo.

Fue él quien elevó de manera dramática la escala de secuestros y extorsiones en el país y quien utilizó armas letales, como las pipetas de gas, en las tomas de pueblos. Fue Jojoy el que con burdo histrionismo se regodeaba en los campos de concentración que construyó para sus rehenes y el que se propuso destruir cualquier manifestación del Estado en sus territorios. Jojoy entendía que necesitaba mucho dinero y metió a sus frentes de lleno en el narcotráfico. Y se propuso la construcción de un ejército masivo y bien armado para llevar a las Farc de la guerra de guerrillas a la guerra de movimientos. Y a finales de los 90, parecía estarlo logrando.

Por todo eso, los militares soñaban con matar a Jojoy algún día. Porque con él podrían enterrarse las ilusiones que un día tuvieron las Farc de tomarse el poder. Y porque sin él, una eventual negociación será otra cosa. Jojoy, con toda su estrategia de guerra, fue el artífice del escenario que se construyó en el Caguán durante el gobierno de Andrés Pastrana. Un Estado que había llegado a la mesa bajo la presión de las balas y el reconocimiento de su propia debilidad, pero que una década después ha logrado invertir el estado de las cosas: hoy ha arrinconado a las Farc y las tiene en la periferia del territorio.

Tal como lo ha señalado la Corporación Nuevo Arco Iris en varios de sus informes recientes, en los últimos años el Bloque Oriental de las Farc ha recibido duros y sistemáticos golpes. Bombardeos de alta precisión en sus campamentos, que muestran que la superioridad tecnológica del gobierno sí cambia los equilibrios de la guerra. Quiebre en las lealtades de sus hombres, que se reflejan en rescates de secuestrados, como la Operación Jaque, en 2008, y Camaleón, este año. Deserciones continuas y capturas de algunos de sus más cercanos guerrilleros. El campamento del propio Jojoy había sido atacado y estuvo cercado varias veces. Evidentemente, la inteligencia militar y de Policía habían logrado penetrar lo más interno de sus estructuras. Todo ello demuestra que Jojoy no era el gran estratega que muchos pensaban y que así como fue un hombre importante para las Farc cuando estuvieron en la ofensiva, tenía muchas limitaciones para estar a la defensiva y en repliegue.

La muerte del Mono Jojoy era el desenlace lógico del cambio de escenario de la guerra, de su incapacidad de adaptarse a las nuevas realidades y de las fortalezas adquiridas por las fuerza militares, que durante siete años habían estado en los territorios que fueron de Jojoy, disputándole palmo a palmo el control del territorio, tanto en lo militar como en lo político.

Si bien en el terreno táctico no se han detectado cambios dramáticos -no ha habido deserciones masivas, ni desbandada o caos entre las filas guerrilleras, y la guerra cotidiana, la de las minas y las emboscadas en la selva, sigue su curso-, en lo estratégico sí hay una nueva realidad.

En muchos países la caída de un líder guerrillero ha significado la debacle de la insurgencia. Ocurrió cuando Abimael Guzmán fue capturado en Perú y Sendero Luminoso se desmoronó. También recientemente, cuando el gran líder de los Tigres Tamiles en Sri Lanka murió abatido y la guerrilla se rindió. En Colombia, la muerte de Jojoy no ha tenido ese impacto, pero en el mediano plazo sí tendrá consecuencias más cruciales que la de Raúl Reyes o Tirofijo.

Primero, porque se amplía el margen de maniobra de Alfonso Cano, que parece estar retomando las banderas más políticas de las Farc, apabulladas durante años por el militarismo que encarnaba Jojoy. Había quienes dudaban de que Cano lograra mantener unida a un guerrilla cuyo mariscal de campo acababa de ser literalmente aplastado. Pero en perspectiva, a Cano le ha ido mejor: ha logrado sobrevivir, preservar su fuerza en la cordillera Occidental y llevar prácticamente al fracaso la política de seguridad democrática en sus zonas de influencia. Eso le ha dado, al parecer, el liderazgo indiscutible de sus tropas.

Segundo, el cambio de Presidente en Colombia le dio un oxígeno enorme a la política de seguridad, por la vía justamente de la diplomacia. Si ante el acoso de los cañones las Farc se habían refugiado física pero también políticamente en los países bolivarianos, eso empieza a romperse. Juan Manuel Santos está empeñado en fortalecer sus vínculos con Hugo Chávez, de Venezuela, y Rafael Correa, de Ecuador, lo que definitivamente margina a la guerrilla del escenario político en esos países. Las Farc han perdido su retaguardia internacional. Adicionalmente, en la medida que Santos inclina la balanza de sus políticas más hacia el centro, empiezan a crecer las expectativas de una eventual pero todavía lejana negociación que le ponga fin al conflicto.

Otro factor importante es que se ha consolidado un modo de actuar en las fuerzas militares muy exitoso. La combinación de inteligencia de largo plazo con gran poder de fuego aéreo no solo se ha visto en operaciones de aniquilamiento como estos bombardeos, sino que ha permitido operaciones perfectas de rescate de rehenes.

En Colombia fracasaron las negociaciones que se hicieron en un escenario de «empate negativo», es decir, cuando la victoria militar de uno de los bandos era imposible. Hoy ya no existe ese empate y lo que hay es una clara ventaja de parte del gobierno. La pregunta es si esta nueva realidad hace más fácil la negociación o, por el contrario, la vuelve inocua.

En la más reciente encuesta de Invamer Gallup, un 86 por ciento de la gente cree que los militares pueden derrotar a la insurgencia. Aun así, el 51 por ciento está de acuerdo con que se inicien diálogos con las guerrillas. Mucha gente se pregunta por qué se habría de negociar con una guerrilla debilitada y terrorista. La respuesta es simple: porque el costo humano, financiero y político de mantener un aparato de guerra desplegado en regiones cada vez más periféricas es indeseable. Y porque un país no puede resignarse a desangrarse perpetuamente.

El punto de inflexión del conflicto ya está dado. Las Farc difícilmente volverán a ser lo que fueron de la mano del Mono Jojoy: una guerrilla que puso en jaque al país. Pero, así mismo, muerto el mito del hombre que era una máquina de guerra, queda planteado el desafío de cómo ponerle verdadero punto final a este conflicto. Por eso hoy el gobierno no afronta tanto el dilema sobre si negociar o no, sino sobre qué y cómo negociar con una guerrilla que ya solo representa el poder que emana de la punta del fusil.

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