Opinión Internacional

La lección de Ruanda

Tiene muchas implicaciones la reciente sentencia del Tribunal Penal Internacional contra el sacerdote Athanase Seromba por su actuación durante la Masacre de Ruanda, aquel fatídico abril de 1994, cuando todos los demonios se soltaron y en una degollina “fraticida” perecieron quizás un millón de ruandeses y burundíes.

Aunque habría que conocer mejor la acusación y el petitorio de la Fiscalía para opinar sobre la sentencia, evidentemente que al padre Seromba lo condenaron por impiedad. Jamás pudo ser autor material o intelectual o cómplice perpetrador de la masacre sobre los refugiados en la Iglesia. Su delito –y pecado- habría sido la indiferencia, claudicación o permisividad cuando autorizó que los enloquecidos hutus demolieran el templo y masacraran a los perseguidos.

Imagino la coyuntura del joven cura Seromba, ruandés de nacimiento, de seguro que hutu, es decir, miembro de aquella etnia que siendo mayoría ha vivido marginada en la región por la brillantez comercial, mayor tradición política y sólidos vínculos de los tutsi. El Tribunal Penal Internacional, creado ad hoc lo condenó por genocidio y crímenes contra la humanidad, absolviéndole del cargo de conspiración, es decir, que en la visión de sus jueces, no planificó su actuación u omisión sino que operó sobre la marcha.

La imputación de Seromba no es la primera de la causa contra una personalidad religiosa. Antes habían sido sentenciadas en Bélgica las monjas Gertrude Mukangango y Julienne Kisito, hermanas benedictinas de origen africano, quienes atendían una clínica popular en Butare, Ruanda. Su delito fue de la misma índole. Con el argumento de que no tenían comida ni agua suficiente para los siete mil refugiados en sus instalaciones, autorizaron a las milicias del Comandante Emanuel Rekeharo, un sociópata que entró a la galería de criminales en masa, disputándole protagonismo a Hitler, Atila y Rafael Leonidas Trujillo.

Las hermanas Gertrude Mukangango y Julienne Kisito tenían una buena relación personal con el bárbaro Rekeharo. Ese fue un elemento de prueba de mucho peso en la acusación. Rekeharo sabría que las monjas tenían un gigantesco taque de gasolina que fue utilizado para quemar vivos a seiscientos tutsi. Sumados los otros que perecieron fusilados o degollados tendríamos que en el episodio perecieron siete mil personas.

En la misma Corte Penal Internacional de Africa también fue condenado, tres años atrás, el pastor adventista Elizaphan Ntakirutimana, un anciano predicador quien flaqueó en la hora nona y habría permitido la masacre de miles de tutsi refugiados en su Iglesia y en el hospital anexo al templo, regentado a su vez por el doctor Gerard Ntakirutimana, hijo del predicador.

¿Cómo es que un grupo tan heterogéneo de religiosos devinieron en reos de tan terribles delitos? ¿Cuáles son las implicaciones políticas, raciales y militares de estos procesos sobre activistas religiosos, hombres y mujeres de fe?

Estos juicios constituyen lo más apasionante del foro penal contemporáneo a nivel mundial. Primero, por la tipificación de los delitos que van adquiriendo mayor peso en una sociedad internacional sensibilizada especialmente ante los derechos humanos. De hecho, los genocidios de Ruanda y Yugoslavia, ambos en la década de los noventa, fueron el marco propicio para la firma del Tratado de Roma que dio origen a la Corte Penal Internacional, ya plenamente operativa y de la cual Venezuela es adherente-fundador.

Desde los remotos tiempos de Nuremberg (Alemania, 1946-1949) el mundo no veía una causa tan sensacional, dramática y complicada. Porque las víctimas suman millares, quizás hasta un millón y los delitos tipificados fueron los mismos que llevaron al estrado a los jerarcas nazis, es decir, genocidio, lesa humanidad, exterminio.

Jamás aventuraría una disculpa o acusación adicional para la coyuntura de los religiosos procesados. Quisiera ver la coyuntura individual y la presión psicológica del momento. Porque dase la casualidad que todos son negros, todos africanos, todos involucrados en lo personal y marcados emocionalmente por una tragedia de siglos, ya que los hutus y tutsi tienen centurias matándose entre sí. Tradicionalmente los tutsi doblegaban y masacraban a los hutus, pero esta vez fue al contrario, y -para desgracia de los implicados- en pleno edad mundial del garantismo sobre los derechos humanos, cuando la comunidad internacional asume esos derechos como un bien jurídico tutelado por el derecho positivo vigente de todos los países.

La condición de religiosos operó como un agravante en todos los casos, porque tanto la Fiscalía de Bélgica como de la propia Corte Penal Internacional que funciona en Tanzania, recordaron que ellos traicionaron la protección que ofrecían sus congregaciones para rendirse a la violencia del momento. Como atenuante, cada quien tiene su especial alegado. En el caso de las monjas, su condición de mujeres les convertía en débiles frente a la sinrazón desatada. En tanto que el pastor Ntakirutimana ya era un hombre septuagenario, de seguro que debilitado y no muy lúcido a la hora de permitir la masacre. En todo caso cumplió su sentencia íntegra de diez años, y hasta la edad de ochenta no salió de la cárcel.

Debemos leer, informarnos, discutir y divulgar lo sucedido entre Ruanda y Burundi en una fecha tan cercana como la década de los noventa. Cómo alguna mano oscura preparó un magnicidio que al liquidar simultáneamente a los presidentes de ambos países, abrió la Caja de Pandora de la violencia sin control. Cómo oscuros sargentones armaron una milicia sin formación y la echaron a la calle a practicar el odio racial. Cómo unas emisoras de radio exhortaban a matar a todos los tutsi que había en Ruanda para limpiar étnicamente a ese país.

Una lección sobre los peligros extremos de la intolerancia, el radicalismo, la xenofobia y la anomia, todas conjugadas y desatadas. Que alcanzó a millones de ciudadanos, masacró sus elites, al pueblo llano, incluso a esos religiosos que hasta entonces tenían intachables hojas de vida.

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