Opinión Internacional

La lucha contra la corrupción en Argentina

La corrupción política y económica es tan vieja como el ejercicio del poder. Corrupción es sobornar para obtener algún beneficio, pero también es extorsionar, malversar dinero público y, muy especialmente, apropiarse de lo que es de todos. Este último parece ser el tipo de corrupción que ha sufrido la agobiada Argentina. Durante años hemos oído hablar sobre la corrupción en Colombia o México, porque es una corrupción asociada al narcotráfico y le conviene airearlo a la cruzada casi religiosa contra las drogas. Pero hemos oído mucho menos sobre la corrupción dura de Argentina, la que consiste en meter mano en la caja común y llevarse todo lo que se pueda. El escritor argentino Mempo Giardinelli calcula que apenas veinte mil personas forman la clase dirigente argentina y que esas personas son responsables del descalabro económico del país: en algo más de veinte años han convertido un país rico en una nación en la que un tercio de sus ciudadanos vive en la pobreza. Y lo han conseguido acumulando una riqueza personal indecente a costa de los ciudadanos, porque si unos pocos acumulan muchísimo por un lado, otros muchos se quedan con poco o sin nada por el otro.

En los abundantes reportajes que la televisión ha emitido sobre la crisis argentina, la mayoría de los ciudadanos interrogados ante las cámaras han coincidido en una denuncia y una petición: “¡Que dejen de robar! ¡Que regresen la plata que sacaron del país!”. Porque se calcula que esa plutocracia dirigente, que se viste con el color político que convenga a su obsceno enriquecimiento, puede haber sacado de Argentina más de 100.000 millones de dólares -la deuda son 130.000 millones. Ha sido un expolio que ha contado con la complicidad de honorables instituciones financieras estadounidenses o europeas, porque en otro caso no hubiera sido posible.

Este estado de saqueo empezó cuando los generales Videla, Massera y compañía establecieron una de las más sangrientas dictaduras del siglo XX, que les sirvió no sólo para asesinar y hacer desaparecer, sino también para robar a mansalva. Pero el expolio continuó tras restaurar la democracia y ésta no es sólo una opinión propia de opositores. Larry Birns, director del Consejo para Asuntos Hemisféricos, una organización de análisis ubicada en Washington, ha asegurado que “si bien el disparador de esta crisis fue básicamente económico, su génesis fundamental no es económica, porque es la corrupción que viene desde las dictaduras militares». Sin embargo, ante la grave situación económica argentina, no ha surgido ni una voz que reclame combatir la corrupción; por el contrario, han insistido en las recetas dogmáticas de siempre. Ya se ha encargado de recordarlo el portavoz de la Casa Blanca, Ari Fleischer que, ante el nombramiento de Rodríguez Saá como nuevo presidente, ha dicho que “es importante para Argentina trabajar sobre políticas sanas con el Fondo Monetario Internacional”. Política económica sana para el FMI consiste en una austeridad que se concibe sobre todo como recortes sociales que pagan la inmensa mayoría de ciudadanos. Si la austeridad se entendiera como disminución de gastos bélico-militares, reducción o eliminación de fastos y boatos o supusieran una voluntad firme de lucha contra la corrupción, estarían bien los presupuestos austeros, pero las cosas no van por ahí. La subdirectora del FMI, Anne Krueger, ha insistido en que solo un ‘ajuste durísimo’ podrá evitar el colapso de la economía argentina. Y el secretario del Tesoro de los EEUU, Paul O’Neill, se opone a que el FMI conceda nuevos préstamos a Argentina “hasta que el Gobierno de Buenos Aires presente un plan económico viable”. Y, vistos los casos de otros países sometidos al FMI, se intuye cual es esa viabilidad. Sin embargo, la ONU ha lanzado otro tipo de avisos, como el de la conferencia para la prevención del crimen de El Cairo en 1995, donde advertía que «La penetración de los sindicatos del crimen se ha visto facilitada por los programas de ajuste estructural que los países endeudados se han visto obligados a aceptar para tener acceso a los préstamos del Fondo Monetario Internacional”. Es decir, al final los ajustes benefician a quiénes se apropiaron del patrimonio público y a los profesionales organizados del delito, pero no a la mayoría de ciudadanos.

A todo esto, las medidas anunciadas por el nuevo presidente argentino han dejado el corazón encogido a los ortodoxos neoliberales y sus jaleadores. Rodríguez Saá ha anunciado la suspensión de pagos de la deuda externa, por un período de tiempo limitado; los economistas ortodoxos se han rasgado las vestiduras, pero Argentina ya suspendió pagos en 1982 y salió adelante. También ha anunciado la creación de un millón de puestos de trabajo, de los que por lo menos 100.000 serán subsidiados. Estas medidas han sido calificadas de ‘demagógicas’ y ‘populistas’.

No conozco suficientemente la trayectoria de Rodríguez Saá para saber si le encajan esos adjetivos; quizás se dedique a hacer gestos de cara a la galería, pero sorprende que los voceros del sistema se preocupen más por el cumplimiento de dogmas neoliberales que por los millones de argentinos que sufren la crisis. Quizás dirían que, para arreglar los problemas, ha de crecer la tarta para poder repartirla y por eso hay que aplicar recetas dolorosas. La historia de esa tarta que ha de crecer para ser repartida ya la oí en España durante varios años para justificar reformas laborales, medidas de ajuste duro y privatizaciones del patrimonio público. La tarta creció algo -en un único sentido-, los trabajadores quedaron más desprotegidos, con un empleo más precario, inseguro y peor pagado, y se enriquecieron unos pocos con lo privatizado. Pero no se repartió la tarta.

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