Opinión Internacional

La operación de la Presidente y la salud institucional

A partir del 27 de octubre del 2010 el país empezó a aprender algo que  hasta ese momento era difícil de imaginar: que podía existir el kirchnerismo sin Néstor Kirchner. Cristina Fernández, su viuda, se erigió en la continuadora de ese ejercicio inicialmente gestado en la provincia de Santa Cruz  y consolidado a partir de 2003 (merced a la crisis del año 2001, la implosión de la Alianza y el respaldo de Eduardo Duhalde) en el poder nacional.  

Si bien el primer período presidencial de la Señora de Kirchner se abrió en 2007 de la mano del dispositivo consolidado por su esposo y estuvo siempre (para bien y para mal) tutelado por la presencia dominante de éste hasta su inopinada muerte, desde su duelo y su forzada soledad  (quizás impelida por ambos) ella se apropió de la herencia y hasta la acrecentó, siguiendo el viejo consejo de Goethe: “lo que te ha sido legado, conquístalo para poseerlo”. Del magro 22 por ciento de sufragios  con el que Néstor Kirchner, desde un segundo puesto se  alzó en 2003 con la presidencia, ella  multiplicó los votos familiares hasta conseguir, dos meses atrás, el sorprendente 54 por ciento que le abrió el camino a su segundo mandato.

Quizás por esas hazañas, parafraseando a Lenin, se habla ahora (esta columna lo hizo ya en junio) del “cristinismo, fase superior del kirchnerismo”. Es una afirmación  equívoca, claro, pero tiene una virtud: subraya al mismo tiempo que el fenómeno es esencialmente el mismo, pero también que hay un cambio de piel, una transformación.

Señalábamos aquí en junio: “Ella está buscando consolidar el cristinismo, una construcción que se pretende recortada y más disciplinada e ideológica que el conglomerado que Néstor Kirchner había puesto en caja; de Kirchner quedaría el culto (a El) y la referencia mitológica constante”.

Kirchner armó un sistema de poder y un arco de alianzas (casos más notorios, aunque no únicos: con Hugo Moyano y la CGT  y con las jefaturas territoriales del peronismo), que en la fase cristinista parecen desmerecidos y alarmantemente agrietados. Ese es un notorio cambio en la estructura política que ha sostenido a los gobiernos K cuyas consecuencias se observarán plenamente con el paso del tiempo.

Lo que permanece, de modo manifiesto, es un ejercicio obsesivamente centralizado del poder que inclusive se agudizó en esta etapa: con Néstor Kirchner funcionaba una “mesa chica” que incluía, con mayor o menor participación en el análisis y la información, a media docena de personajes, aunque, por cierto, la sociedad dominante era la conyugal.

Hoy aquella mesa chica está rota (Alberto Fernández fue desterrado, con Julio De Vido siempre hubo tensiones que el ministro ha sobrellevado con paciencia), la señora ha incorporado a la Corte a auxiliares más jóvenes, quizás incondicionales pero incapacitados, por la distancia política y la subordinación,  para atreverse siquiera al “sí, pero…”. Las puestas en vereda que ha sufrido en público Amado Boudou en los escasos días que lleva como vicepresidente son botones de muestra del estilo de discplinamiento que la Señora practica en su círculo y que, dicen, suele ser más severo en la intimidad.

La dependencia de las decisiones presidenciales que se observa en el gobierno (no sólo en el Poder Ejecutivo) va, si se quiere, más allá de la mejor salud institucional. O, si se quiere, refleja la fragilidad del sistema político-institucional argentino, tan sujeto al dictamen, la resolución o el arbitraje de la jefatura política que, cuando esta falta por algún motivo, tiende a la parálisis.

Afortunadamente los problemas tiroideos que una semana atrás se le descubrieron a la Presidente no entrañan, según sus médicos, mayor gravedad y la intervención a la que deberá someterse en los primeros días del nuevo año “no es compleja, el grado de complicaciones que dan las estadísticas es muy bajo, no llega al 1 o al 2 por ciento”, afirman los mismos especialistas. Esos pronósticos permiten suponer que el país sólo debería mantener en suspenso alguna decisión importante por algunas horas o escasos días.  

No es una inquietud vana. Aunque sobrevive el lugar común de que en verano “en la Argentina no pasa nada políticamente hablando”, la experiencia de más de una década indica que el cielo presuntamente sereno de la temporada produzca  tormentas memorables. Sin ir más lejos, se desató una esta semana en la mismísima provincia de Santa Cruz, provincia emblemática, cuna del oficialismo nacional, que obligó a la Presidente a retrasar su viaje y a anular su paso por Río Gallegos.

Choques entre manifestantes y policías dejaron un saldo de más de veinte heridos. El gobernador Daniel Peralta lanzó un plan de ajuste para afrontar la virtual quiebra de las finanzas públicas (se trata de la provincia que recibe más recursos fiscales por habitante, que cuenta con regalías petroleras y que llegó a sacar del país, cuando Kirchner la gobernaba, más de 1.000 millones de dólares). Es la provincia con mayor proporción de empleados públicos y cuya edad  jubilatoria está fijada en 50 años.

Peralta encontró resistencia en las organizaciones sociales y, principalmente, en el partido de gobierno –el Frente para la Victoria- que cuenta con el dominio casi completo de la Legislatura (22 diputados sobre 24 pertenecen a la formación kirchnerista). El propio hijo de la Presidente, Máximo, y la agrupación que conduce desde fuera del escenario, La Cámpora, vienen trabajando en contra del gobernador. La señora de Kirchner evaluó después de los hechos intervenir la provincia, aunque parece haberse inclinado por esperar la renuncia de Peralta. Santa Cruz es una provincia que suele apelar a la acción directa y su agitación  ha devorado ya varios gobernadores. Peralta mismo es fruto de una de esas crisis: en 2007 Néstor Kirchner lo colocó allí después de  echar por teléfono, desde la Casa Rosada a su antecesor, Carlos Sancho, que, a su vez, había asumido por renuncia de Sergio Acevedo, también inducida por Kirchner.

En caso de que la situación crítica que sobrellevó el jueves Peralta se hubiera producido (o se reprodujera) durante la intervención quirúrgica o la inmediata convalecencia de la señora de Kirchner, ¿estaría el vicepresidente Boudou, en ejercicio de la presidencia, en libertad de actuar con decisión, a tiempo y sin condicionamientos?

La enfermedad presidencial  suscita la pregunta y tal vez sea una buena ocasión para reflexionar sobre el fortalecimiento de las estructuras institucionales en la toma de decisiones. No conviene confundir el fortalecimiento de una jefatura que registran las encuestas con robustez política o vigor institucional. No son necesariamente sinónimos.

Sin duda el desgraciado golpe de la enfermedad vuelve a rodear a la señora de Kirchner con un aura de empatía social. Pero por eclipsados que se encuentren  tras esa atmósfera de cautela por la  salud presidencial y de  simpatía estadística (y también del consumo de las fiestas) los conflictos mantienen su lógica y las partes velan las armas. Máximo Kirchner no se priva de echar leña al fuego en Santa Cruz. Ni Gabriel Mariotto y los chicos de La Cámpora de  presionar en la provincia de Buenos Aires. Ni Pablo Moyano deja de puntualizar que las relaciones entre el cegetismo y el gobierno “están suspendidas”. Ni los gremios han bajado sus reivindicaciones salariales.

La gobernabilidad necesita autoridad, arbitrajes, contención social , fortalecimiento de la política y buena salud de las instituciones.

Empezando, en este caso, por la institución presidencial.

 

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