Opinión Internacional

La venganza del pasado

La cruzada contra el terrorismo iniciada por la administración Bush y sus aliados ­ de la que ninguno de nosotros podrá marginarse, pues tratándose del primer gran conflicto de este milenio de la globalización nos afecta a todos por igual ­ recubre una confrontación mucho más grave y de insospechadas consecuencias: la que enfrenta en un duelo mortal al pasado y la modernidad. El mortífero ataque contra las Torres Gemelas, utilizando maquinarias tecnológicas altamente sofisticadas maniobradas por medioevales integristas talibanes simboliza de la manera más gráfica y a la vez más espeluznante el enfrentamiento entre el progreso y la regresión a escala planetaria. De una parte la racionalidad tecnológica del presente, motivada por una aspiración al dominio de la naturaleza y el cosmos; de la otra, el fanatismo religioso fundado en la fe en un dogma del siglo VII, que pretende retrotraer la historia al mundo nómada y pastoril existente cuando la Hégira. Pues el integrismo religioso practicado por los talibanes afganos no se reconoce en el espíritu modernizador del islamismo conquistador de los siglos VIII al XV y que dejara esplendorosas obras culturales. ¿Es imaginable establecer un lazo de continuidad entre la tradición del Califato que erigió la Alambra, la Mezquita de Córdoba o la obra filosófica de Averroes con la primitiva pedagogía fundamentalista que se enseña en las escuelas religiosas de Pakistán o Afganistán?

Se trata pues del rechazo radical a una cultura y una civilización que han terminado por subsumir a su racionalidad integradora a gran parte del planeta y cuyo poderío tecnológico y capacidad de simbiosis cultural parecieran no respetar fronteras, sobre todo en la fase de su globalización mediática. Que el integrismo del terrorismo Talibán liderado por Osama Bin Laden bajo la inspiración de Mahoma se sirva de los últimos adelantos tecnológicos y del capital financiero acrecentado con sutiles manejos bursátiles y empresariales precisamente para combatir y aniquilar esa tecnología y ese capital financiero, no es más que una sorprendente ironía de la historia. Los aztecas no pudieron o no supieron recurrir a tal simbiosis para combatir al conquistador español y su cultura.

El terrorismo no es, pues, el centro del problema, sino su consecuencia práctica. Impermeables, renuentes o incapaces de integrarse al sistema capitalista en la era de su globalización, los integrismos étnicos y culturales de todo signo no encuentran forma más eficaz de combatir la inminente absorción por el poderío aglutinador del sistema dominante que la desembozada práctica del terror. Tienen a su favor el absoluto desprecio por las normas internacionales de convivencia política y diplomática y un fanatismo político y religioso no sólo capaz de ofrendar la propia vida, sino de valorar tal sacrificio como forma superior de religiosidad militante. El terrorismo deja así de ser una práctica abominable que repugna a la conciencia moral, para convertirse en un legítimo instrumento de defensa, ataque y reivindicación religiosa. Esto explica las dificultades insalvables que tiene el régimen Talibán para desmarcarse de la organización de Osama Bin Laden. Y tiene también razón el gobierno norteamericano al identificar Al Qaeda con el gobierno del Emir Omar.

La desaparición de Bin Laden será rápidamente resuelta con la aparición de miles de seguidores, dispuestos a seguir su enseñanza. Basta una rápida visita a las escuelas fundamentalistas de Pakistán para convencerse de tan sombrío pronóstico. De la mano del terrorismo no es ahora el fantasma del comunismo el que recorre el mundo: es el fantasma del más remoto pasado. No hay manera de permanecer indiferentes.

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