Opinión Internacional

Obama y los sesenta

Independientemente de las diferencias que tenga Obama con su contrincante republicano, de la forma como discrepan sus ideas en torno a la estrategia norteamericana en Iraq, a la recesión económica o la lucha contra el terrorismo, el candidato demócrata encarna un salto cualitativo sin precedentes en la política norteamericana. Barack Obama no sólo es el primer negro que tiene realmente chance de llegar a la Presidencia, sino es el primero que confiesa abiertamente su deuda con la revolución cultural de los años sesenta, un cambio muy superior al que intentó Mao cuando redujo los problemas de su país a un asunto estrictamente ideológico. Ahí está su razón de ser, la fuerza con que enfrenta el conservadurismo y la rigidez dogmática de algunos republicanos.

Si bien es partidario de la economía de mercado y del individualismo como el espacio o locus donde nace la responsabilidad del ser humano ante su familia o país, cuestiona abiertamente decisiones económicas que impiden conciliar un sueño común de justicia y bienestar. Nunca antes habían estado los Estados Unidos tan divididos o, como lo dice el propio candidato en su libro La audacia de la esperanza (The Audacity of Hope, 2006), jamás habían estado tan en desacuerdo sobre los alcances, la naturaleza y las razones de sus desacuerdos. Su filiación espiritual con el movimiento de los derechos civiles que trastocaron la comodidad de los años sesenta, le permite identificar sin rodeos manipulaciones mediáticas creadas por el gobierno y actuar en consecuencia.

Aquel bienestar de la clase media en plena Guerra Fría, el consumismo desenfrenado y la pacatería, sobre todo en lo que a las mujeres se refería, desapareció violentamente al empezar la televisión a vomitar imágenes del Poder Negro levantando el puño en las Olimpíadas de México, la caótica Convención Demócrata de 1968, los hippies, Led Zepellin, el porte orgulloso de Huey Newton y sus Panteras Negras y los puentes aéreos en Saigón. Estados Unidos nunca volvieron a ser los mismos. Reagan satisfizo luego una nostalgia por el orden, la búsqueda de un sentido que les permitiera creer en algo más que un destino impredecible, sometido al azar y la anarquía. Norteamerica seguía creyendo en las virtudes del trabajo, el optimismo de la fe cristiana y la responsabilidad personal. Pero ante los intentos por transformar el sueño americano en una camisa de fuerza ideológica, que encadenaba los sectores más humildes al destino de las grandes corporaciones, Obama propuso la reconciliación, un reencuentro con las comunidades y un cuestionamiento de los absolutismos que condicionan el bienestar nacional a la ideología del mercado y la supremacía militar.

Los republicanos, y a veces también Hillary Clinton, intentaron polarizar el electorado, ridiculizando y menospreciando a su adversario. La intensidad y la razón de ser del movimiento conservador se vio reducida a una guerra absolutista contra todos aquellos que no compartieran la visión de George W. Bush. La ortodoxia política del GOP perdió movilidad y mientras iba aumentado su rigidez, fue cogiendo vuelo el verbo de Obama entre los estudiantes. Logró reavivar el veneno de la política entre los jóvenes al identificar problemas que se colaban entre los pliegues de la agresividad electoral, que reducía la confrontación de ideas a una guerra de insultos y descalificaciones. Los universitarios le depositaron tanto dinero que gozó de gran holgura económica en la pre-campaña, al punto que ahora ha decidido no utilizar los fondos públicos que por ley le corresponden. Ciertamente, aunque habla tranquilo, su oratoria apasiona y convence, pero también preocupa.

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