Opinión Internacional

¿Quo vadis, Siria?

La reciente visita del Papa a Tierra Santa ha provocado una oleada de optimismo en relación con el destino del proceso de paz en Oriente Medio. No cabe duda de que el hecho de que un pontífice romano pida perdón por el antisemitismo de los siglos pasados o rinda homenaje a los millones de judíos asesinados por el Holocausto constituye un hito que hace tan sólo unas décadas habría resultado inimaginable.

Sin embargo, deducir a partir de ese episodio que la paz en Oriente Medio va a discurrir sin apenas obstáculos constituye un ejemplo de querer ver lo que se desea contemplar, más que de analizar serenamente la situación.

Hasta la fecha, Israel ha ido logrando paso a paso, y no sin considerables costes, que algunos de sus adversarios de ayer como Egipto y Jordania acepten la existencia del Estado fundado por decisión de la Asamblea general de la ONU de 29 de noviembre de 1947, aunque sea casi medio siglo después de su fundación.

De manera similar, Israel ha fijado una fecha para abandonar la zona del sur del Líbano ocupada hasta la fecha y, a pesar de los graves interrogantes que amenazan su futuro, la idea de un Estado independiente palestino se está convirtiendo en realidad por obra y gracia del diálogo continuado entre los diferentes dirigentes israelíes y Arafat.

Sin embargo, aún queda una cuestión pendiente de enorme importancia, que es el papel que Siria debe necesariamente desempeñar en ese proceso. El fracaso del presidente Clinton a la hora de lograr un compromiso de Hafez Asad en favor de la paz ha dejado de manifiesto, para los que no tengan inconveniente en ver la realidad, que Siria dista mucho de ansiar la paz en la zona, siquiera con la misma actitud que Israel. Comprender esta actitud exige -como, en general, todos los episodios de la situación actual en Oriente Medio- que recordemos la situación de Siria y su pasado más inmediato. La evolución política de este país se encuentra estrechamente relacionada con el partido Baaz, una fuerza en la que se conjugan el nacionalismo panarabista y el socialismo, y que ha contado históricamente con paralelos en los dos Yemen, Irak, Jordania y el Líbano. En 1958, Siria se unió efímeramente con el Egipto de Nasser a fin de formar la República Arabe Unida, una tenaza que pudiera despedazar a Israel.

Como ha sido habitual en la historia de Oriente Medio, el final de la alianza no vino determinado por el adversario sino por las propias incongruencias árabes. En 1961, un golpe militar separó a Siria de la RAU. En 1963, el partido Baaz era dueño absoluto de Siria pero se hallaba dividido en dos alas, la antimarxista de Aflaq y la radical del general Salah Jadid. A inicios de 1966, los radicales consiguieron obligar a Aflaq a exiliarse y se convirtieron en amos de la situación. A este éxito contribuyó considerablemente un joven general de la fuerza aérea llamado Hafez Asad.

A esas alturas, Siria era un estado inmerso en una fiebre nacionalista que tuvo, entre otras consecuencias, la de brindar asilo a genocidas nazis, o la de contribuir al entrenamiento de una pléyade de grupos terroristas.

Sería precisamente en esa época, en que tanto Siria como Egipto contrataban a criminales de guerra nazis para fabricar armas químicas de destrucción masiva, cuando Israel comenzó a calibrar la posibilidad de armarse nuclearmente como elemento disuasorio. De la euforia nacionalista despertó Siria en 1967 con la derrota en la Guerra de los Seis Días sufrida frente a Israel. El nacionalismo radical y antiisraelí había tenido un coste claro. Nada menos que la pérdida de los altos del Golán.

Que los años siguientes fueran testigos de una renovada lucha en el seno del poder fue, en buena medida, lógico, como también lo fue que, en noviembre de 1970, Asad diera un golpe de Estado en el curso del cual arrestó a los dirigentes más importantes del partido.

Asad seguía manteniendo una línea socialista y arabista pero, cuando en 1972 amplió la base de su poder a otros grupos creando el Frente Nacional Progresista no fueron pocos los que pensaron que se había moderado.

Cuando durante el Yom Kippur de 1973 tuvo lugar el ataque de Siria contra Israel en colaboración con Egipto quedó de manifiesto que no era así. Fue una impresión repetida en junio de 1976 cuando Asad intervino en la guerra civil libanesa.

Durante los años siguientes quedaría de manifiesto que la dictadura de Asad iba a mantenerse en el poder, pero cada vez más vacía de contenido y más condenada al fracaso de sus expectativas económicas y sociales. Fue ese anquilosamiento del régimen unido a la decadencia innegable de la URSS -la tradicional aliada en la zona- la que llevó a Asad durante la crisis de Kuwait de 1990 y 1991 a sumarse a las tesis occidentales, a pesar de las protestas de la gente de su partido.

En ese marco debe verse igualmente la participación de Siria en las negociaciones de paz durante la Conferencia de Madrid de 1991. Con posterioridad, Siria continuó el proceso en el curso de unas negociaciones bilaterales celebradas en el Departamento de Estado en Washington y en la Plantación del río Wye en Maryland. Sin embargo, desde febrero de 1996 no se han seguido negociaciones públicas para concluir el contencioso entre Israel y Siria.

El hecho de que el memorándum palestino-israelí de Wye suscrito en octubre de 1998 expresara la esperanza y el deseo de reanudarlas no oculta en absoluto esa triste realidad. La reciente entrevista entre Clinton y Hafez Asad, aparentemente estéril en lo que a resultados se refiere, sólo viene a corroborar la lamentable realidad de que el régimen sirio se encuentra en un triste punto muerto. No en vano, en las elecciones generales de 1994, el Baaz obtuvo menos de la mitad de los escaños del Legislativo sirio.

Frente a esa agonía, -no por acallada menos real- del régimen de Asad, cabrían dos caminos. El primero es el de encapsularse en un pensamiento único de corte antisemita y nacionalista que sueñe con capitanear el día de mañana la causa de los árabes contra Israel. En ese sentido, Asad -presumiblemente en un grave estado de salud- pretendería que su sucesor se convirtiera en un nuevo Nasser que, con el paso del tiempo, pudiera vencer al archienemigo en la zona. Existen indicios preocupantes de que la política siria va en estos momentos por esos derroteros. Buena muestra de ello es, no sólamente el fracaso sufrido por Clinton hace unos días, sino también el sarampión de antisemitismo que desde inicios de este año ha brotado malsanamente en los medios de comunicación sirios.

Después de que Roger Garaudy -que, tras su conversión al Islam, se ha permitido negar el Holocausto de millones de judíos- fuera invitado a Damasco por el Ministerio de Información, la reacción oficial no pudo ser más desafortunada. El diario gubernamental Tishrin se permitió alabar a Garaudy por «exponer las mentiras del movimiento sionista que exageró lo que sucedió con los judíos durante la II Guerra Mundial por propósitos políticos».

No era un comentario inocente después de que durante meses la prensa hubiera insistido en que el asunto Lewinsky formaba parte de una estrategia de la conspiración judía mundial para acabar con Clinton, o de que el ministro de Defensa, Mustafa Tlass, autor de un libro que pretende demostrar que los judíos de Damasco fueron efectivamente culpables de asesinato ritual, abonara una tesis similar.

En las últimas semanas, la prensa siria -así como la egipcia, la libanesa y la de Qatar,- ha insistido en comparar a los israelíes con los nazis; ha publicado caricaturas y chistes en los que Barak aparece con el bigote y el atavío de Hitler, y se ha escandalizado públicamente de que Occidente condene a Haider como nazi cuando el Estado de Israel supera «el tono del nazismo y el fascismo». Quizá para muchos, incluido Asad, esta sea la única política posible. Sin embargo, ni es la única alternativa ni es la mejor.

En realidad, Siria tendría ahora una oportunidad de oro para zanjar de una vez por todas y de forma realista el contencioso que ha sacudido desde hace más de medio siglo a Oriente Medio. No se trata de que el régimen de Asad evolucione hacia formas democráticas, a pesar de que ésa sería realmente una meta deseable.

En realidad, las condiciones para una paz fecunda son mucho más modestas. La aceptación de la necesidad de seguridad de Israel en su frontera norte, lo que implicaría una clara desmilitarización del Golán y un control ulterior de la misma, y el cese de la intervención en la política libanesa y el reconocimiento de que la prosperidad de la zona sólo puede derivar de una situación de paz y colaboración serían pasos suficientes porque también son imprescindibles.

Partiendo de esas bases, Siria podría situarse en una situación más favorable para enfrentarse con los serios problemas económicos y sociales que la aquejan y abriría las puertas a un progreso que se ha ido convirtiendo cada vez más lejano en los últimos tiempos, aunque no por ello menos perentorio. Puede que se trate de una meta no tan deslumbrante como la de convertirse en paladín de la lucha contra Israel. Sin embargo, es mucho más realista, seria y prometedora.

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