Opinión Internacional

Terrorismo, un legado de la historia

En el siglo 20, en particular, se banalizó el terror (esto es, el uso de la violencia sistemática, con objetivos políticos, contra civiles o blancos militares que no estaban en operación de guerra). También se multiplicaron sus formas.

Existen terroristas que actúan en nombre de Dios (como los grupos extremistas islámicos); los mercenarios (milicianos franceses y norteamericanos que luchan en África); los nacionalistas (como el IRA o el ETA); y, también, los ideológicos (como el grupo de Tim McVeigh, responsable de la destrucción del edificio de Oklahoma, en 1995).

Existe también el terrorismo de Estado -la práctica de eliminar poblaciones y blancos civiles (como los Estados Unidos, en Hiroshima y en Vietnam, o Pol Pot en Camboya) o la segregación y masacre de minorías (caso del antiguo régimen de apartheid en África del Sur, y de Israel contra los palestinos), y también la práctica de torturar y asesinar a los que piensan diferente (dictaduras latinoamericanas, de los años 60 y 70).

Claro, el terror no comenzó en el siglo pasado. Al contrario, tiene una larga historia. Basta recordar, en la era moderna, el régimen implantado en Francia por Robespierre, en 1793. O en su momento el asesinato del zar de Rusia Alejandro II, en 1881, por la organización «Voluntad del Pueblo».

La primera noticia de un atentado terrorista publicada por un periódico en Brasil data de mayo de 1878. El blanco era el emperador Guillermo de Prusia. El detonante de la Primera Guerra fue el asesinato, en 1914, del archiduque Francisco
Fernando por el estudiante Gavrilo Prinzip, miembro del grupo terrorista serbio «Mano Negra».

Hasta los años 20, el terrorismo era un fenómeno esporádico. Él comenzó a ganar espacio e importancia con el surgimiento de los regímenes de José Stalin y Adolfo Hitler. Ya al final de los años 20, Stalin enviaba a los campos de concentración a centenas de miles de opositores, sin contar con los millones de campesinos ejecutados durante la colectivización de las tierras, entre 1929 y 1932.

En la Alemania de los años 30, Hitler perseguía comunistas, judíos, gitanos y eslavos. Hasta el final de la Segunda Guerra, en 1945, serían asesinados seis millones. Los dos regímenes eran semejantes, en lo que se refiere al culto a la personalidad de los dirigentes y a los poderes de la policía política (KGB y Gestapo).

El totalitarismo le dio una nueva dimensión al terror. Por primera vez en la historia, la maquinaria del Estado era colocada al servicio de las ideologías que propugnaban la eliminación de los adversarios. El terror extendía sus tentáculos sobre el conjunto de la sociedad. Un método semejante sería adoptado por Mao Tsetung, después de tomar el poder, en China, en octubre de 1949.

El legado del terror fue sintetizado por el filósofo alemán Theodor Adorno, con su terrible sentencia: después de Auschwitz, se tornó imposible hacer poesía. Adorno investigaba el sentido de la cultura. Auschwitz aconteció en el país de Schiller, Goethe, Marx, Bach, Kant… La tecnología de la muerte ridiculizó las más elevadas ideas de la belleza, la verdad y el bien.

EE.UU. y la Comunidad de Naciones

No hay límites para la capacidad destructiva del hombre. El terrorismo también daría un salto gigantesco, con Hiroshima y Nagasaki en agosto de 1945. La bomba hizo de la muerte del mundo una opción política: bastaría que uno de los dos lados «apriete el botón» para iniciar la guerra nuclear -la última de la especie. La política y el diálogo habían perdido su razón de ser.

El «equilibrio del terror» marcó las cinco décadas de Guerra Fría. La «banalización del mal» denunciada por Hannah Arendt alcanzaba su cumbre.

El ser humano que emergió de ese proceso se tornó más cínico y «duro», menos solidario. En los años 80, la ideología neoliberal -«no hay sociedad, únicamente individuos», dijo Margaret Thatcher- proporcionó un cuadro mental perfecto para
un mundo afectivamente devastado, conformado por seres solitarios, atomizados, inmersos en sus propias angustias.

Los Estados Unidos (que, por lo demás, entrenaron a Osama bin Laden y armaron a Sadam Hussein), particularmente, tienen una gran responsabilidad en el clima de terror que enmarca las relaciones internacionales. La totalidad de su política externa se basa sobre la fuerza bruta y el total desprecio por la comunidad de naciones.

Basta recordar la reciente ruptura de Washington con el Protocolo de Kyoto, en nombre de sus específicos intereses comerciales, o el abandono de la Conferencia contra el Racismo, en Durban. No casualmente, en abril los Estados Unidos fueron
excluidos de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU. Los motivos citados por la Asociación Americana de Juristas hablan por sí:

«Los Estados Unidos no adherieron a buena parte de los instrumentos internacionales de derechos humanos vigentes. Entre otros, al Pacto Internacional de Derechos económicos, Sociales y Culturales; los dos protocolos del Pacto de Derechos Civiles y Políticos; la Convención contra el apartheid; la Convención sobre la imprescriptibilidad de los crímenes de guerra de lesa humanidad; (…) la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados; la Convención de Ottawa, de 1997, que prohibe las minas antipersonales (…). Tampoco votó por la creación de una Corte Penal Internacional (…). Al ratificar el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, formularon reservas a numerosos artículos, entre ellos el artículo 6.5, que prohibe la aplicación de la pena capital por delitos cometidos antes de los 18 años (…). Es uno de los dos países del mundo (el otro es Somalia), que no ratificó la
Convención de los Derechos de los Infantes».

La destrucción del World Trade Center apenas proyectó la sombra del Gulag, de Auschwitz, de Hiroshima y de Vietnam sobre Manhattan. No se pretende, con esta afirmación -¡es obvio!-, justificar aquel o cualquier otro atentado terrorista, venga de
donde venga. Muy al contrario.

Se pretende, apenas, situar el debate en su lugar concreto: la historia.

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