Opinión Internacional

Tratados de no comercio

(%=Image(2040196,»L»)%)Washington (AIPE)- A pesar del fiasco de la Organización Mundial del Comercio en Cancún y de nuevas restricciones al ingreso de personas, capitales y bienes a los Estados Unidos con motivo de la guerra contra el terrorismo, una cumbre ministerial aborda esta semana en Miami el Area de Libre Comercio de las Américas.

¿Qué hacen los gobiernos negociando acuerdos comerciales si son los ciudadanos, no ellos, quienes comercian? El laberinto de tratos comerciales haría tronar a Richard Cobden, que trajo prosperidad al Reino Unido derrotando las restricciones a la importación de cereales a mediados del siglo XIX y siguió el consejo de Washington: “Nuestra gran regla de conducta en relación con las naciones extranjeras es que para expandir las relaciones comerciales debemos mantener con ellas el menor contacto político posible”.

ALCA, Mercosur, Mercado Común Centroamericano, Comunidad Andina de Naciones, Mercado Común del Caribe: tratados de no comercio.

Es un caso único de muñecas rusas al revés: cada muñeca contiene a otra más grande. Este paralelepípedo comercial marea por sus infinitos costados. Todos limitan -en lugar de facilitar- el comercio. No sorprende que el intercambio de Estados Unidos con el Brasil, ese gigante, no supere los 26 mil millones de dólares, siete veces menos que con el Japón, una isla.

El síndrome arrancó en la posguerra. Tras la Segunda Guerra Mundial, los políticos cometieron el pecado original de encarar el comercio como si fueran tratados de paz: a través de negociaciones entre Estados. Desde entonces, se han sucedido tres Rondas: Kennedy (1967), Tokio (1979) y Uruguay (1994). Hay una cuarta -Doha- en marcha. Medio siglo de Rondas que siguen girando, borrachas.

Los políticos inventaron un falso debate: multilateralismo versus regionalismo. Al abrir el GATT las puertas a los tratados regionales con el “Artículo 24”, el continente americano se infestó de ellos en los años 60: la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio, el Pacto Andino, el Mercado Común Centroamericano. Ninguno permitió a los ciudadanos comerciar como les viniera en gana. Luego de una larga siesta, el regionalismo resurgió: Estados Unidos pactó acuerdos con Israel y con Canadá en los años 80. Hoy, hay ya más de 150 acuerdos de “libre comercio”. Todos contienen aranceles, excepciones, multas y condiciones: tratados de no comercio.

El Mercosur trajo a la Argentina aranceles del 10 por ciento para muchos productos que no pagaban un centavo. ¿Sorprende que menos del 10 por ciento del comercio de Chile vaya y venga de Argentina? Los países andinos se refocilan en la pobreza con aranceles externos de hasta 20 por ciento. El Perú se inflige un arancel promedio de 13 por ciento.

Mercosur: 35 comisiones, subcomités y secretarías. TLC de Norteamérica: 2.000 páginas de reglamentos. Mercado Común Centroamericano: 300 artículos, cada uno con preámbulo, cinco partes, seis títulos y cinco secciones de varios capítulos. ¿Cuánta riqueza quedó en el camino?
Brasil: aranceles de 16 por ciento contra Estados Unidos.

EEUU: penalidades “antidumping”, medidas fitosanitarias y cuotas que encarecen los productos del Brasil en un 45 por ciento y la miel argentina en 50 por ciento.

Mediante la exclusión de terceros países, los tratados regionales saquean el patrimonio de sus propios ciudadanos. Los productores de la zona protegida trasladan a sus consumidores sus altos costos –derivados del estatismo- y los oligarcas hacen pagar al hombre del común sus rentas. Pedro Navaja (desdentado) inspiró, sin duda, aranceles externos de hasta 20 por ciento en el Mercosur y los países andinos.

Con reducción progresiva de aranceles, los tratados presumen que los negocios locales producirán a menor costo en el futuro. ¿Qué gobierno garantiza que las leyes de mañana serán menos costosas para los negocios y que ninguna crisis desquiciará la política fiscal haciendo, por ejemplo, que un primer ministro quiera cobrar impuestos por usar los bancos o aumente el IVA? La reducción diferenciada de aranceles supone un absurdo: que cada industria es un país distinto, con su propio clima institucional.

La cuota de azúcar chilena sólo podrá aumentar en 5 por ciento cada año en los Estados Unidos. Lo que esto refleja es el poder de chantaje relativo de cada prebendado. Porque consumidores y contribuyentes ignoran la conexión entre el mercantilismo y sus bolsillos, los negociantes de tratados desfiguran el comercio.

En el país de los justos, el arancel es cero (como Estonia), sin condicionarlo a la reciprocidad. Así, la economía respira, libera recursos para el consumo y la inversión, insufla vida a los ingresos. Si los consumidores prefieren importar, significa que los recursos locales crearán mucho más valor en actividades distintas. Los pocos perdedores cambian de rubro; los muchos ciudadanos se hacen con el poder.

¿La gente importará todo y no exportará nada? No. Un país libre sólo puede comprar importaciones con los ingresos de sus exportaciones y con la inversión extranjera. Sin ventas ni capital, su moneda se devalúa y exporta más.

Propongo como ministro póstumo a Richard Cobden.

(*): Analista de TechCentralStation.com; prepara bajo el auspicio del Independent Institute un libro sobre las reformas latinoamericanas de los años 90.

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