Opinión Internacional

Un gobierno cortesano

Con respecto a las evidentes inconsistencias con que se elaboró la Ley de Justicia y Paz y los vacíos de la jurisprudencia para interpretar con detalle el delito de sedición en el caso de los paramilitares, existen argumentos que pueden aclarar mejor el fondo de la controversia sin que caigamos en penosos lugares entre dos extremos: o declarar a los paramilitares como agentes políticos, o reconocerles únicamente su condición como delincuentes comunes. Los argumentos establecen una relación consecuente con la necesidad de mantener sólidas políticas de Estado y una responsabilidad vinculante con la reparación que necesita la sociedad.

El primer argumento procede de reconocerle a la Corte de Justicia razones de peso para ajustarse en riguroso sentido a los fallos precedentes de la doctrina constitucional y calificar las acciones del paramilitarismo por fuera del marco normativo del delito político. La providencia de la sala penal no hace otra cosa que apoyarse en la fuerza consistente de la tipología normativa prevista. Separando con relativo cuidado las explicaciones causales ex post (alegar tiempo después que los paramilitares actuaron para interceptar las acciones del Estado) de los motivos originales (apropiarse institucionalmente del Estado en beneficio propio en los lugares donde imponían su poder).

En la entrevista para El Tiempo el presidente de la sala penal sustentó el núcleo de este argumento: el reconocimiento del delito político orienta la normatividad hacia las posibilidades de indulto, amnistía, derecho de asilo político y acceso a los cargos públicos. Agregando el derecho de los paramilitares a no ser extraditados. Desde esta jurisprudencia reposa una defensa de principios constitucionales, pero también el carácter preventivo que debe caracterizar los fallos de las altas Cortes. Si el presidente Uribe se preocupa sin sosiego por brindarle garantías de perdón judicial a los reinsertados, la Corte Suprema de Justicia está cuidando los riesgos potenciales de la sociedad en su conjunto. Este primer argumento destaca una confianza razonable en el poder judicial.

El segundo argumento es de orden político. La naturaleza de ensayo y error expuesta en la negociación con los paramilitares ha dejado al Gobierno y a la sociedad en desventaja. Porque es evidente que los comandantes paramilitares reaccionan con un medido cálculo cada vez que encuentran negativas las ventajas prometidas informalmente por el presidente y el comisionado de paz. Un proceso de negociación que ha estado condicionado por la improvisación, ofrece una pobre prospectiva de soluciones estructurales. La desfachatez privada de perdonar criminales -de la que hablan analistas como Hommes, Rangel o Pizarro, es un disparatado eufemismo que posterga (en lugar de resolver) la salida del conflicto político extremo.

La cuestión clave no reside únicamente en la intermitencia entre el gobierno y los paramilitares o la invocación normativa de la Corte Suprema de Justicia. El centro de gravedad de esta controversia es el progresivo deterioro de las condiciones para mantener las diferencias políticas dentro de límites razonables de justicia compartida. En otras palabras, la piedra de toque consiste en recomponer socialmente los graves daños causados por el paramilitarismo en un ambiente de dominio público. Ocultar acuerdos, limitar o censurar la crítica y cerrar toda forma de reconocimiento sobre sus propios errores es una desastrosa política que el Gobierno practica inconvenientemente.

Por último. El presidente Uribe confunde las dimensiones de complementariedad de los poderes del Estado, con una subordinación palaciega. Y transforma, degradando, las sentencias de las Cortes, controvirtiendo asuntos de interés general. Si el Gobierno se encamina a lograr sus objetivos manteniendo su terquedad característica, sumaremos una mayor polarización. Pero si en cambio se decide a compartir con la sociedad los mínimos requerimientos de aplicación de la Ley, con el Gobierno, ganaremos todos.

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