Opinión Internacional

Una gloria discutible

¿Se acabará la discriminación institucionalizada? Esa fue la primera
pregunta que me hice cuando escuché la noticia de la renuncia de Fidel
Castro Ruz, y la sigo planteando cada vez que oigo o leo los pronósticos,
procedentes de distintos países, sobre la transición inevitable en Cuba.

Quienes conocen las penurias del pueblo cubano, empobrecido y encerrado en
una isla, de donde miles han huido sobre una balsa a riesgo de morir
ahogados en el estrecho de Florida, lo que también sucede, esperan un cambio
que al menos humanice la vida en Cuba.

Sin embargo, Fidel Castro ha sido glorificado por amigos y simpatizantes que
viven fuera de la isla, quienes alaban su poder omnímodo de 49 años y le
describen como «gigante», «grande», «universal», casi un dios.

Aparte de las alabanzas, ninguno de ellos se atreve a exponer con franqueza
la herencia que deja Castro a Cuba tras medio siglo de dictadura.

Por algo la palabra «cambio» es la que más ha sonado dentro y fuera de la
isla, tras la renuncia del Comandante en Jefe; y según reportes de
periodistas extranjeros que están adentro, los cubanos en la calle sueñan
hoy con poder hacer cosas tan comunes en otros países, como ver en la
televisión los programas o canales que quisieran, o poder entrar a un hotel
o un restaurante donde el acceso ha sido exclusivo para turistas
extranjeros.

Los habitantes de Cuba son discriminados por el gobierno, porque Fidel
Castro impuso una suerte de apartheid y, por ejemplo, carne de res y
mariscos sólo existen en restaurantes para extranjeros, mientras los cubanos
son obligados a comer picadillo de soya, racionado con tarjeta.

A los cubanos tampoco les permiten opinar con libertad. La mínima crítica al
gobierno, puede ser causa de prisión o discriminación en centros de salud o
trabajo, donde la preferencia es para «los más revolucionarios», los que
siempre dicen sí al Comandante y nunca se quejan, al menos en público.

Castro ha violado por décadas los derechos humanos, cuya declaración
universal precisa que «toda persona tiene derecho a la libertad de
pensamiento, de conciencia y de religión» y puede manifestar sus creencias
«tanto en público como en privado».

Decenas de periodistas están en prisión por querer informar con
independencia, y el resto de la población de Cuba sufre la violación de
otros derechos elementales, como el de la privacidad o de salir de su país y
volver cuando desee.

A escondidas, los cubanos sintonizan radioemisoras y canales de televisión
extranjeros, para enterarse de lo que sucede a su alrededor, y si les
descubren son acusados de ser enemigos de la revolución.

A pesar de tanta arbitrariedad, el presidente de Nicaragua, Daniel Ortega,
dice que «Fidel es un pensamiento, es una propuesta de cambio y
transformación». ¿Será que Ortega nunca habló con un cubano de la calle ni
vio cómo viven, y en Cuba sólo visita a los altos funcionarios del partido,
que gozan de tantos o más privilegios que los de un turista extranjero
adinerado?

Aunque Ortega trate de tapar los atropellos a los cubanos en la isla, cada
día es más evidente para el mundo que la «gloria» de Fidel Castro ha sido
construida sobre la segregación de once millones de ciudadanos, cada vez más
hundidos en la miseria.

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