Opinión Nacional

A la democracia no se renuncia

El amplio espacio que venimos dedicando a los primeros años del sistema surgido el 23 de enero de 1958 tiene por objeto destacar el gran esfuerzo realizado para instaurar y consolidar el sistema democrático en Venezuela, así como para iniciar la indetenible marcha de una obra constructiva que sacó al país del atraso medieval acumulado hasta bien adentrado el siglo 20. Logro supremo que superó a todas las fallas, y que –aún hoy- determina los principios de acción esenciales para nuestro desarrollo, tal como no han podido desechar ni los peores gobernantes. Hablamos de un sistema que está por encima de sus hombres, como bien lo demuestra su permanencia en el tiempo.

En una gran concentración de apoyo democrático realizada el martes 13 de febrero de 1962 -contra toda mabitología criolla- las grandes mayoría nacionales, que llevaron a la dirección del país a un Gobierno de Coalición con el 92% de los votos, seguían respaldando masivamente los cambios que realizaba la Revolución Democrática, pese a la acción de doble pinzas de dos conspiraciones extremistas, muy concretas y reales: la conspiración dictatorialista de derecha y la conspiración dictatorialista de izquierda.

Los cabecillas de ambos extremismos realizaban sus violentas intentonas fallidas y terminaban en la cárcel, ya que no eran combatidos con serpentinas y confetis, sino con la firmeza de un orden democrático que no iba a ser tomado a la brava por minorías, como las que intentaban sublevar a los militares y las que patrocinaba la estafeta soviética de La Habana, las cuales comenzaron a funcionar al unísono para derrocar al Gobierno de Coalición.

La Constitución autorizaba la organización en partidos con métodos democráticos, pero no eran métodos democráticos lo que ciertos grupetes aplicaban: asesinar militares, policías y ciudadanos pacíficos, asaltar unidades militares, convocar paros de comando disparando armas largas sobre choferes de autobuses que laboraban, secuestrar aviones, utilizar a la UCV como ciudadela artillada para disparar sobreseguro con ametralladoras a inocentes transeúntes, entre otras iniciativas estúpidas (para decir lo menos).

Los fanatizados defensores de la izquierda desviada tienden a olvidar sus culpas en el tiempo exaltando iconos, contando para ello con oportunas fallas de memoria, ajenas a las huellas que dejan en el camino. Un documento del MIR, por ejemplo, enfatizó lo siguiente: “La oposición entre el gobierno y las fuerzas de izquierda es irreconciliable y sólo puede resolverse por métodos violentos y esta perspectiva está planteada a corto plazo… La crisis venezolana sólo puede resolverse para las masas populares sobre las bases de la liberación nacional, lo que es lo mismo, sobre el aplastamiento del actual orden de cosas que representa el régimen imperante. Dentro de esta táctica cobra hoy una importancia de primer orden el problema militar, pues es la lucha armada la que habrá en definitiva de resolver la contradicción planteada”. (Volverían con la misma chatarra ideológica a finales del siglo 20.)

El MIR y el Partido Comunista se plantearon la creación del Frente de Liberación Nacional (ELN). En la Caracas de 1961, un solo motín callejero dejó 19 muertos; se asaltaron y quemaron jefaturas civiles, casillas policiales, radioemisoras, autobuses, patrullas policiales y vehículos particulares; también en el interior hubo despliegue de violencia, con hechos y otra cantidad de muertes absurdas, tan detestables como las reacciones individualizadas de uniformados y policías, con asesinatos igualmente lamentables (aunque de menor cuantía), como en toda disyuntiva donde se provocan hechos de barbarie.

Pero en la Venezuela democrática no se aplicó el paredón ni el control de los jueces para la venganza personalizada, como tan regiamente se lucía (y sigue luciendo) Cuba. Los tribunales venezolanos aplicaron las leyes contra quienes conspiraban contra el orden público, tanto a nivel militar como a nivel civil, sin humillaciones ni sistematización criminal, sin asaltar los derechos humanos y sin esconder las verdades en los medios de comunicación.

Las dos corrientes minoritarias coincidían en el apego a filosofías totalitarias. La derecha retrógrada fue acorralada por unas Fuerzas Armadas profesionalizadas e institucionalistas. La izquierda desfasada exigía un calco y copia de Cuba, la cual le suministró instrucciones, armamentos y dinero para una insurrección popular sin seguidores, destinada al fracaso; en delirio y obnubilación, arreciaban en propaganda y literatura de guerra. Entre sus muchas actividades amateurs, se descubrieron los campos de entrenamiento de guerrillas –que buscaban crear una Sierra Nevada en Los Andes- donde se encontraron sumarias normas de ejecución y fusilamientos para quienes no se plegaran al fantasmagórico ELN.

A falta de apoyo de masas, se utilizaron menores de edad y grupos juveniles insuflados como carne de cañón, en seguimiento de estrategias totalitarias internacionales, lanzándolos por el atajo de la violencia insurreccional. Y el Gobierno de Coalición se enfrentó a quienes con cíclicos brotes de violencia buscaban entorpecer el pacífico y creador discurrir de una nación con libertades y ciudadanos libres, conviviendo en una democracia naciente y pujante.

Venezuela no era Cuba, no era la realidad política corrupta de Batista ni la del pelotón de fusilamiento de Castro. Todos los ataques armados, inventados y ejecutados por los extremistas (con su larga cola de asesinatos y muertes), terminaban con presos que el Gobierno de Coalición y las Fuerzas Armadas pasaban a los tribunales y a los jueces que tenían el reforzado deber de acatar el ordenamiento constitucional y democrático por vía de la interpretación y aplicación de las leyes. Esta realidad –conjuntamente con la larga lista de episodios violentos e irrebatibles del desfase extremista- engrosaría la estratégica amnesia futura de los gestores reconcomiados por la derrota, enamorados de Fidel y del comunismo, más que de Venezuela.

La doble careta funcionó también para este momento, ya que la extrema izquierda estaba representada en el Congreso Nacional, recibiendo el respeto democrático y trabajando por el hecho insurreccional violento. Cabe recordar aquí –como una de las grandes fallas constitucionales – que nuestra ley de leyes preveía (pero no tenía) leyes reglamentarias de la Constitución y del funcionamiento de los partidos políticos, como existen en todos los países democráticos. Y esto favorecía a los partidos extremistas en su intención de descarrillar al gobierno, de obligarlo a obviar o transgredir su equidad democrática. Pero una sola previsión constitucional fue suficiente para contener la sinrazón, aquella donde (el artículo 114) se autorizaba a todos los venezolanos la asociación en partidos políticos “para participar por métodos democráticos en la orientación de la política nacional”. De ahí la justificación para suspender parcialmente las garantías constitucionales: los comunistas no utilizaban métodos democráticos.

Otra cosa que que no los favorecía era la experiencia mayor del Gobierno de Coalición, integrado por hombres que no eran novatos en la vida pública, que habían pasado por años de lucha, exilio, cárcel, clandestinidad, estudiando a fondo los problemas venezolanos y buscando codo a codo con el pueblo el establecimiento de un ordenamiento jurídico basado en el libre y armonioso ejercicio de las atribuciones específicas y propias de cada uno de los poderes que integran el Estado. Es decir: una democracia, no un comunismo.

Y de manera clara y pública, la política internacional de Venezuela contradecía la posición de los sectores minoritarios de la extrema izquierda, de la misma manera en que lo había hecho contra la dictadura derechista de Santo Domingo, donde ya no estaba el déspota despreciable, sino un gobierno democrático que iba a elecciones y cuyo Canciller había manifestado que la libertad de Santo Domingo se debía principal y fundamentalmente al esfuerzo y a la acción del gobierno y del pueblo de Venezuela.

Y en la reunión de Cancilleres en Punta del Este fue planteado el problema de Cuba, donde veinte (20) gobiernos, veinte estados del continente aprobaron los dos primeros puntos de la resolución definitiva. El primero, que calificaba al gobierno de Cuba como régimen autoelecto, no nacido de elecciones, no ajustado al sistema representativo, violador de los derechos humanos y acogotador de las libertades públicas, además de que era un régimen sin autonomía de conducta, porque estaba sometido a los dictados y a las imposiciones del eje chino-soviético. El segundo punto aprobado era que el régimen de Cuba era incompatible con el sistema interamericano. Y así como se actuó en contra de la dictadura de Cuba, se hizo contra todas las dictaduras que quedaban en América. Para los escasos de cerebro, estos eran trucos imperialistas…

Venezuela marchaba hacia adelante pese a la existencia innegable de programas ejecutados con ineficiencia por la maquinaria del gobierno, y porque eran poco numerosos los hombres que tienen fervor y vocación de servicio público, haciendo comparsa como víctimas de la erosión moral con los detractores democráticos. Nuestra historia ha estado siempre poblada por el sentido utilitario y egoísta de pensar sólo en sí y para sí que tiene tanta gente en Venezuela. Deficiencias que, sin embargo, no impedían un balance positivo en democracia.

Cifras y datos irrefutables demostraban cómo los 18.000 millones de bolívares que había gastado el gobierno en tres años de gobierno (1959-1962) se habían empleado en obra útil (balance que haremos en próxima entrega), y que no había ninguna institucionalización del robo (cuando lo hubo había presos y juicios abiertos en los tribunales contra reos de peculado). De tal manera se iban sembrando las líneas a seguir en democracia, y que tanto costaría y sigue costando aplicar a tantos inmorales saqueadores del erario público, militantes sólo de la secta de la corrupción.

Fue dentro del torbellino creador y del remolino insurreccional que un diputado comprometido en la conspiración cubanizante pidió la renuncia del Presidente, sin otra argumentación que la de ser reacio a traicionar el mandato recibido del pueblo para gobernar democráticamente. Fue cuando el Presidente Betancourt –seguro del respaldo mayoritario de los venezolanos- declaró: “Yo soy un Presidente que ni renuncia ni lo renuncian”. Eso fue en la concentración anti-mabita del martes 13 de febrero de 1962. La mabita, sin embargo, quedó revoloteando para revivir y morir nuevamente a finales del siglo 20 y principios del siglo 21, siempre con una visión de izquierda desviada e incapaz de estar a la altura de la superioridad democrática…

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