Opinión Nacional

Adiós al Peregrino de la Paz

(%=Image(2178878,»R»)%) Naturalmente, es obvio que toda muerte es un irreparable desgarramiento que deja el ánimo de quienes le sobrevivimos vuelto añicos. ¿Cómo puede sentirse la especie humana con la partida del Papa amigo, el políglota que sabía expresarse en la lengua del amor y de la misericordia hacia nuestros semejantes?
Aunque sufrió un doloroso calvario a lo largo de toda su largo itinerario vital, -recuérdese el triste y lamentable atentado mortal que sufrió a manos del fundamentalista Memet Alí Atka cuando estaba en el apogeo de su inigualable pontificado- jamás dio muestras de debilidad ni de dobleces existenciales ante las adversidades que se ciñeron sobre su longeva existencia dedicada a hacer realidad la palabra de Dios entre los humanos que habitamos este lamentable planeta.

Su especial “Don de lenguas” le granjeó entre los habitantes de nuestro Orbe fratricida una inusual admiración que no pocos llegaron a convertir en verdadera idolatría. Allí donde hubo odio entre las naciones fue expresamente y colocó su rama de Olivo y regó la semilla de la Paz. Sí, Amor y Paz, siempre con mayúsculas porque todo él era infinita bondad derramada sobre la condición humana, por naturaleza efímera y frágil.

Ahora que su espíritu traspasó el umbral de lo terrenal y su alma ingresa al numinoso e indeterminado topos uranos de la eternidad supraceleste; nosotros los simples mortales, pecadores por antonomasia, deberíamos interrogarnos sin escrúpulos y con valentía ética: ¿tiene sentido vivir la vida de espaldas a Dios? No cabe dudas: Carol Wogtyla, así conocido por sus coterráneos polacos, alcanzó en vida todos los requisitos para su Santidad. Una simple muestra que sólo es capaz de hacer quien ya ostenta la condición santificada; ir a la cárcel y reunirse con quien accionó varias veces un arma y PERDONARLO y bendecirlo y abrazarlo y besarlo es prueba irrefutable de quien lleva a la práctica las enseñanzas de Jesús cuando predicó Urbi et Orbi “amaos y perdonaos los unos a los otros”. En la milenaria e histórica andadura de la Iglesia católica, nunca un Sumo Pontífice intervino tan decididamente en los asuntos terrenales del hombre. Condenó enérgicamente el segregacionismo racial (el Aparthei) en Sudáfrica, abogó sin cortapisas por los “condenados de la tierra”, se puso al lado de los preteridos de todos los tiempos desde la oscura época de las cavernas. ¿El superhombre que imaginó Federico Nietszche, en su voluminoso “Así habló Zaratustra”, que trascendería la vulgar y deleznable condición humana? He ahí su Santidad Juan Pablo II. 27 años de pontificado no transcurrieron en vano. El Papa, amigo de los desterrados, aliado incondicional de los perseguidos por cualquier causa, supo vencer prejuicios morales y aprehensiones de naturaleza política y se atrevió a ir a Cuba a predicar lo que estimó era el pan necesario que un pueblo requiere en todo momento: la palabra y las enseñanzas de Dios, nuestro Señor. Más de 1 millón de kilómetros de peregrinar por los más apartados rincones del Orbe dan cuenta fidedigna de una preocupación esencial: su inconmensurable amor y piedad por los excluidos de las riquezas de las naciones que pueblan el planeta. Es indiscutible, los espíritus elevados, las almas evolucionadas como el “élam vital” de Juan Pablo II tienen un espacio privilegiado en la mente y los corazones de los seres humanos per secula seculorum. La gloria eterna brillará cuales cirios infinitos en el recuerdo de todo ser humano amante de la solidaridad y de la comunión fraterna entre los hermanos de la especie. Fácil es decirlo; un poco más difícil es sostener lo antes dicho con una conducta intachable refrendada con acciones categóricas que lo alejaban más de nosotros y lo acercaban cada vez más a Dios. Si tan sólo hiciéramos un minúsculo 5% de todo lo que hizo el Papa por nuestros semejantes, ya sería suficiente para tener justificado nuestro tránsito por los laberintos de nuestras multitudinarias soledades. ¡Gloria eterna al Peregrino de la Paz!

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