Opinión Nacional

Antes de que se muera

Fidel Castro es un personaje histórico. Tratar de compararlo con figuras menores, como otros dictadores latinoamericanos, o Hugo Chávez, constituye un error. Fijarse solamente en los crímenes que se cometieron durante su medio siglo de reinado, es una deformación. No siempre los asesinatos igualan a los hombres. Fidel no es Somoza ni Trujillo. Tampoco es Pérez Jiménez o Pinochet. Así como Stalin no es igual a Hitler. Hay ejecuciones que tienen significación histórica y otras que son simples homicidios. Las de Fidel son de las primeras. Por ello, con algunas excepciones, deben ser consideradas bajo un criterio político. Juzgar a la Revolución Francesa señalando su número de muertos resulta equivocado. Lo mismo corre para la revolución mexicana o la soviética, que fueron movimientos sociales genuinos, que respondían a motivaciones profundas y alteraron el curso de la historia.

La revolución cubana fue verdadera, porque cumplió con esos requisitos. Por ello, sus crímenes (la mayoría de los cuales ocurrieron durante las etapas iniciales) adquieren un sentido diferente de los que pudieron tener los de Trujillo y sus arbitrariedades difieren de las que ejecuta la llamada revolución bolivariana. Asimismo, las atrocidades soviéticas deben verse con una óptica diferente de la aplicable al régimen de Ceacescu, en Rumania. Por lo mismo, resulta ridículo equiparar los exabruptos de Ernesto “Ché” Guevara con los de Montesinos en el Perú. En el caso de Cuba, para los excesos se puede invocar una misión histórica. En los de Perú, otras naciones sudamericanas y la Venezuela actual, la arbitrariedad es una simple perversión de personalidades desquiciadas.

La significación histórica de la revolución cubana consiste en haber establecido un límite para la ingerencia descarada de los Estados Unidos en América Latina. En haber mostrado que los países al Sur del Río Grande podían hacerse cargo de su propio destino. No fue capaz de terminar con las intervenciones norteamericanas en la región, como atestiguan las dictaduras militares suramericanas de las últimas décadas del siglo XX y las invasiones de Santo Domingo, Granada y Panamá, pero demostró que los “hijos de perra” no tenían que ser necesariamente concebidos en Washington. En tal sentido, detuvo lo que parecía un imperativo geopolítico.

Dicho todo lo anterior en beneficio de la revolución cubana, no se puede evitar la conclusión de que Fidel Castro es un fracaso histórico. Por la simple razón de que pervirtió lo que había sido el objetivo de su lucha. Prometió la justicia social y la libertad, pero cayó bajo el determinismo histórico que había llevado a Trujillo, a Pérez Jiménez y a Batista a erigirse en caudillos personalistas. Lo que lo condena no son sus crímenes, sino el abandono de los ideales por los que había luchado. Peor que eso, su éxito fáctico (como diría un argentino) lo condujo a impedir que los movimientos de izquierda de América Latina pudieran tener vida propia y lo llevó a hacer abortar todo movimiento popular que no lo siguiera ciegamente. Hasta terminar en la aberración de apoyar y propiciar a un teniente coronel golpista que le aliviaba las deudas por pagar y le mostraba una fidelidad perruna.

Para mi generación Fidel Castro fue inicialmente un héroe. Y con razón histórica le perdonamos sus arbitrariedades. Le había impuesto un límite a los abusos de los yanquis. Pero a medida que envejecíamos fue una desilusión. Porque el justiciero que denunciaba todos los males de este continente, fácilmente observables, devino en un ególatra que no aceptaba ninguna posición que se apartara de la suya, lo que terminaba asemejando al líder revolucionario con los lamentables dictadores tradicionales del Caribe. Por ello, aun cuando no se niegue su significación y aunque justifiquemos muchas de sus barbaridades en nombre del avance de la historia, nos queda el regusto de haber sido traicionados. Fidel dejó de ser Fidel. Aquel con quien soñábamos. Y termina sus días como en el otoño del patriarca. Rodeado de zamuros que quieren beneficiarse de una carroña histórica, que alguna vez fue el alimento de quienes aspiraron a una América Latina dueña de su destino. Antes de que se muera hay que decirle que defraudó las expectativas que había creado. Que aun reconociendo su epopeya de la Sierra Maestra como digna de una admiración nostálgica, antes de despedirlo resulta necesario destacar que su contribución al destino de América Latina ha sido lamentable. Porque hundió en su personalismo y su inclinación a la violencia lo que fueron los sueños de los pueblos que pretendía conducir.

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