Opinión Nacional

Atentado contra la autonomía universitaria

La publicación del Decreto 3.444, contentivo del llamado Reglamento Orgánico del Ministerio de Educación Superior, ha causado gran preocupación en los medios universitarios, científicos e intelectuales del país, particularmente por el hecho de que dicho instrumento atenta contra la autonomía universitaria. La razón de ser de dicha inquietud no es gratuita. Detrás de la necesidad práctica de reglamentar la estructura y funcionamiento de uno de los Ministerios del Despacho ejecutivo, no está simplemente la intención de poner en vigencia un nuevo instrumento normativo sobre el particular, sino la “concepción orientada para situar” uno de los entes más significativos e importantes de la vida nacional, como lo es la institución universitaria, bajo el control y servicio de una determinada corriente política en claro detrimento del pluralismo, el civilismo y la tolerancia, elementos claves para la existencia, permanencia y perfectibilidad de la democracia.

Veamos: el citado decreto aparece fundamentado en los numerales 11 y 20 del artículo 236 de la Constitución Nacional, además de otras bases legales, y su objetivo básico es, como anotamos, reglamentar la organización y estructura del Ministerio de Educación Superior. En esencia, es necesario un Reglamento para tal finalidad. La decisión está inscrita en el contexto de las atribuciones establecidas constitucionalmente para el cargo de Presidente de la República. Eso, en principio no es objetable. Lo que concita la preocupación de los universitarios y la inquietud de los sectores progresistas y democráticos del país, radica en la serie de elementos normativos que –en dicho decreto- vulneran la autonomía universitaria al modificar, en su texto, claras disposiciones de la vigente Ley de Universidades. Es decir, mediante un decreto que contiene un Reglamento Orgánico (referido a la conformación y señalamiento de normas reguladoras de la organización de un Ministerio), se “aprovecha” para reglamentar el texto de una Ley; esto es: se recurre a la competencia referida a la organización de los órganos de la Administración Pública para “reformar” o “modificar” parcialmente la Ley de Universidades, “transfiriendo” al Ministerio de Educación Superior atribuciones que por ley competen al Consejo Nacional de Universidades (CNU). En todo caso, la potestad reglamentaria respecto de las leyes –confiada constitucionalmente al Presidente de la República en Consejo de Ministros, en virtud del numeral 10º del Art. 236- no autoriza para alterar el espíritu, propósito y razón de la ley.

Este decreto viola el derecho a la participación en el contexto del Estado democrático y social de Derecho y de justicia (Art. 2 de la Constitución): todos los ciudadanos y entidades sociales de la Nación tienen pleno derecho y facultad para participar libremente (por sí o mediante sus representantes legalmente elegidos) en el conocimiento y manejo de los asuntos públicos, tal como se prevé en el Art. 62 constitucional. Pero, en el caso del decreto que comentamos el gobierno no consultó a los sectores implicados o relacionados con la realidad universitaria: las autoridades, obreros, estudiantes, empleados y profesores universitarios no fueron consultados acerca de la finalidad y alcance de este decreto. Por consiguiente, el gobierno también ignoró las disposiciones que al respecto pauta la Ley Orgánica de la Administración Pública, concretamente en lo que atañe a la participación social de la gestión pública, instrumento que prohíbe expresamente la aprobación de Reglamentos o cualesquiera otro acto administrativo general que no haya sido objeto de consulta previa y pública; conforme con lo dispuesto en el artículo 88 de dicha Ley, elemento que se añade para indicar que este decreto es susceptible de ser declarado inconstitucional. Y si esto es así, con toda evidencia halla plena aplicación el texto del Artículo 25 de la Carta Constitucional que trata de la nulidad de todo acto dictado en ejercicio del Poder Público que viole o menoscabe los derechos garantizados por la Constitución y de la responsabilidad que incumbe a los funcionarios públicos que ordenen o ejecuten tales actos, sin que les sirva de excusa el cumplimiento de órdenes superiores.

Ahora bien, el Artículo 109 de la Constitución Nacional consagra con toda claridad el reconocimiento de la autonomía universitaria y la define como un principio y jerarquía que permite al profesorado, estudiantes y egresados de su comunidad dedicarse a la búsqueda del conocimiento mediante la investigación científica, humanística y tecnológica, “…para beneficio espiritual y material de la Nación. Las universidades autónomas se darán sus normas de gobierno, funcionamiento y la administración eficiente de su patrimonio bajo el control y vigilancia que a tales efectos establezca la ley. Se consagra la autonomía universitaria para planificar, organizar, elaborar y actualizar los programas de investigación, docencia y extensión. Se establece la inviolabilidad del recinto universitario…”. Aquí cabe recordar que este reconocimiento constitucional ampara la Ley de Universidades (de 1970), instrumento que precisa la proyección de la autonomía universitaria en los aspectos organizativo, académico, administrativo, económico y financiero (art. 9) y que además contiene la creación y base para la existencia legal del CNU (Arts. 18 al 23), su estructura y competencias específicas en el ámbito de los estudios superiores universitarios en nuestro país; así como las concernientes a la OPSU, su órgano de asesoría técnica. Y si la recién citada norma constitucional es suficientemente clara en cuanto al alcance y proyección del reconocimiento de la autonomía universitaria, habida cuenta que la Ley de Universidades está en concordancia con la Constitución Nacional ¿entonces..? ¿Cuál es la razón que motiva la “transferencia” de esas potestades autonómicas -que corresponden tanto a las universidades como al CNU- al Ministerio de Educación Superior? Y, de paso: ¿Establecer tal “transferencia”, en términos y procedimientos contrarios a la Constitución y la Ley, no constituye acaso una desviación de poder..?

En efecto, en virtud de este decreto se pretende que competencias tales como la inherente a la facultad para proponer al Ejecutivo Nacional, los reglamentos concernientes a los exámenes de reválida de títulos y equivalencia de estudios, que corresponde al CNU en virtud de la Ley de Universidades (numeral 5 del Art. 20); así como la potestad conferida a los Consejos Universitarios para conocer de las solicitudes sobre reválida de títulos, equivalencias de estudios y traslados, sean “transferidas” -en virtud de un decreto (contentivo de un Reglamento, contexto normativo de rango sub-legal)-, al Viceministro de Políticas Académicas del Educación Superior, aspecto que con toda evidencia viola tanto la Ley de Universidades como el artículo 87 de la Ley Orgánica de la Administración Pública (del 17-10-2001).

Otro aspecto complementario es el que se refiere a la competencia atribuida por la Ley de Universidades (Arts. 3 y 26) a los Consejos Universitarios de las Universidades Nacionales, como parte del ejercicio de su autonomía administrativa, para dictar el Reglamento concerniente al régimen de ingreso, ascenso y jubilación de los profesores universitarios, potestad esta que “por gracia” de este decreto es “trasladada”, sin atender el procedimiento legal al respecto, a la llamada Dirección General de Desarrollo Académico e Institucional, en el contexto organizativo del Ministerio de Educación Superior. Con este “traslado” también se vulnera la autonomía administrativa de las Universidades, por lo que toda la materia atinente a la carrera del docente universitario es ahora “planificada y decidida” por una instancia centralizada, en la capital de la República, desconociendo la autoridad legítima constituida libremente en cada una de las universidades nacionales y soslayando el espíritu y propósito del artículo 104 de la vigente Constitución Nacional, texto que pauta in fine: “El ingreso, promoción y permanencia en el sistema educativo, serán establecidos por ley y responderá a criterios de evaluación de méritos, sin injerencia partidista o de otra naturaleza no académica” (resaltado nuestro); y si la vigente ley asigna tal propósito y potestad a las propias universidades, en función de su autonomía administrativa, mal puede –entonces- un Reglamento “pasar por encima” de la razón y lógica normativa prevista en la Carta constitucional y en el texto de la propia ley. No hay, pues, razón alguna para concentrar las políticas y decisiones relativas a este esencial aspecto universitario en la burocracia interesada enquistada en la capital, cuando cada Universidad debe resolver lo conducente en su propio ámbito académico. ¿Cuál es el interés que priva para sustraer esta materia de la esfera de la Alma Mater?

Este Reglamento, tal como ha sido concebido, asimismo hace caso omiso a la garantía de la reserva legal en materia educativa, igualmente prevista en la Constitución. En efecto, este cuestionado instrumento al referirse a la facultad asignada al Viceministerio de Políticas Académicas para tramitar, evaluar y acreditar proyectos relativos a la creación de programas e instituciones de Educación Superior, así como la atribución atinente al seguimiento y rendición de cuentas (numeral 14 del Art. 15), no hace otra cosa sino invadir la esfera de competencia que corresponde de modo exclusivo a la Ley que rige la materia. Es decir, aquí se legisla sin tener facultad expresa para ello. Lo mismo se advierte, como hemos anotado, con la intromisión pautada en este decreto respecto del “diseño e implantación de la carrera académica…” Cabe subrayar: la Constitución reserva a la ley la regulación de la materia educativa en general; y, en el caso de las universidades es en el texto de la Ley de Universidades donde se prescribe esta materia. Si hay algo que modificar (como de seguro es necesario para adaptar la legislación a la realidad de las exigencias sociales, en concordancia con el signo de los tiempos), solo hay lugar para ello en la reforma de la Ley, en su momento oportuno y por parte del órgano competente para ello; ello sin “argumentaciones ideológicas interesadas” contrarias al interés general de la Nación o atentatorias a la esencia de la democracia en su amplio sentido. Por tanto, si el decreto cuestionado invade la reserva legal, evidentemente es contrario a la Constitución y atenta contra la ley.

Los universitarios no salimos del asombro al leer que en este consabido decreto se “transfiere” al Ministerio de Educación Superior la competencia atribuida al CNU por la Ley de Universidades (Arts. 8, 10 y numeral 4 del Art. 20) para establecer los requisitos generales necesarios para la creación, eliminación y modificación atinentes al funcionamiento de Facultades, Escuelas, Institutos y demás repartimientos institucionales académicos de las Universidades; así como la facultad que al respecto incumbe a los Consejos Universitarios, contraviniendo expresas normas que se relacionan con la autonomía organizativa de las Universidades, contempladas en la Constitución Nacional y en la Ley que rige la materia.

A título complementario, se incurrió en craso error en el texto del artículo 26 del decreto in comento, concretamente al indicar que el CNU “fue creado…” por el Decreto Nº 2.216, del 12-09-1983 (la fecha real fue 13-09-1983), lo que no es cierto: el CNU fue creado en virtud de lo dispuesto en los citados Arts. 18 al 23 de la Ley de Universidades (de fecha 08-09-1970; esto es, mucho antes); lo que se hizo en 1983 con el Decreto Nº 2.216 fue establecer la naturaleza del Consejo Nacional de Universidades; y ahora se pretende adscribirlo “jerárquicamente” al Despacho del Ministro de Educación Superior; o sea, que un Rector (electo democráticamente por el claustro de su Universidad), en su carácter de integrante del CNU, se transforma por “gracia” de este decreto en un “subalterno” del ministro….y, de paso, el propio CNU –según esta “innovación”- pierde su carácter de cuerpo colegiado para la toma de decisiones relacionadas con su específica competencia… Al respecto, conviene recordar que el citado Decreto 2.216, para establecer la naturaleza del CNU, fue dictado con base en la Ley Orgánica de Régimen Presupuestario, texto que fue derogado en virtud de la Ley Orgánica de la Administración Financiera del Sector Público, por lo que el referido decreto quedó sin plataforma legal. En este punto, nos permitimos citar la atinada y autorizada opinión del destacado jurista Víctor Rafael Hernández-Mendible, quien -en dictamen dirigido a las autoridades de la UCAB-, sustenta el criterio de que: “…el Consejo Nacional de Universidades no es un órgano de un Ministerio y más específicamente del Ministerio de Educación Superior, ni tampoco constituye una oficina nacional de la Administración Pública Nacional, razón por la cual habiéndose derogado la Ley que sirve de fundamento jurídico al Decreto N° 2.216, éste perdió su base legal sobrevenidamente y en consecuencia, en caso que el Ejecutivo Nacional pretenda otorgarle la naturaleza jurídica de un servicio autónomo sin personalidad jurídica al Consejo Nacional de Universidades, deberá cumplir con las disposiciones de la Ley Orgánica de la Administración Pública antes citadas. En consecuencia, la disposición contenida en el artículo 26 del Reglamento Orgánico del Ministerio de Educación Superior al no ajustarse a la Ley Orgánica de la Administración Pública tiene un fundamento fáctico y jurídico incorrecto lo que conduce a considerar, que la declaratoria de dependencia jerárquica del Consejo Nacional de Universidades al Ministerio de Educación Superior se encuentra fundamentada en un falso supuesto de derecho y un desconocimiento de las disposiciones que sobre este organismo contempla la Ley de Universidades”. Vale decir, también en este aspecto se procedió con cierta ligereza, lo que también sirve de base para señalar la ilegalidad del decreto que comentamos.

En otros términos, en el Decreto 3.444 sólo se ha debido definir el contexto de la organización correspondiente al Ministerio de Educación Superior, y no –bajo ningún aspecto o circunstancia- modificar o alterar normas de la Ley de Universidades. En el campo del Derecho Administrativo se tiene como principio esencial, en lo que atañe a los Reglamentos Orgánicos, señalar que estos instrumentos deben consagrar la adecuada distribución (organización) de las distintas dependencias operativas de un Ministerio, por ejemplo, en orden a las competencias asignadas previamente por una Ley. Por tanto, en un reglamento no se pueden crear nuevas competencias o atribuciones que las estatuidas por la Ley, mucho menos si se trata de entes que no le están adscritos administrativa o subordinadamente. En este aspecto, en el caso que nos ocupa, también se obra en sentido contrario al principio de la legalidad, uno de los pilares guías de la actividad del Estado, por lo menos así lo entendemos en la plena vigencia de un Estado de Derecho.

Adicionalmente, se subraya que La potestad reglamentaria no autoriza para alterar el texto de las leyes (numeral 10, Art. 236 de la C.N.), éstas sólo pueden ser modificadas –con sentido de justicia y sin complacer intereses sectarios- en virtud de otra ley, de la misma naturaleza y finalidad, mediante acción y competencia de la Asamblea Nacional. Ahora bien, este decreto, en lugar de contemplar la definición aludida, contiene un Reglamento Orgánico que despoja competencias al Consejo Nacional de Universidades (CNU) y su órgano asesor técnico, la Oficina de Planificación del Sector Universitario (OPSU), organismos que si bien deben estar relacionados con el Ministerio de Educación Superior, sus competencias específicas les han sido atribuidas en el texto de la Ley de Universidades. Ergo, contrariar interesadamente estas premisas también constituye quebrantamiento de la autonomía universitaria.

A todo evento, valga significar, ante la evidencia (como ha sido constatado) de la presencia de elementos indicativos de extralimitación de funciones, en la concepción y sanción del citado Reglamento Orgánico del Ministerio de Educación Superior, en relación con las normas legales básicas que rige las universidades en nuestro país, tales “medidas modificatorias” son sin duda alguna inaplicables, habida cuenta la razón y fuerza coercitiva que caracterizan los llamados Principios de la Administración Pública, contemplados en el texto del artículo 141 de la Constitución Nacional. Esencialmente, en esta norma se consagra que la Administración Pública debe estar al servicio de los ciudadanos y la actuación de la misma debe estar sometida a la ley y al Derecho. Por tanto, “modificar normas jurídicas” en función de un propósito político sectario, se aparta del genuino sentido que concibe la Función Pública al servicio de la sociedad en general, esto es, como elemento indispensable para el logro del Bien Común y la Justicia Social.

Recordemos que el artículo 1º de la Ley de Universidades conceptúa que la Universidad es “…fundamentalmente una comunidad de intereses espirituales que reúne a profesores y estudiantes en la tarea de buscar la verdad y afianzar los valores trascendentales del hombre«, fines y propósitos que requieren de autonomía para lograrlos. Precisamente cuando se enfatiza en la búsqueda de la verdad, se hace referencia al supremo objetivo del ser humano para mejorar y perfeccionar el saber –en sentido integral- esto es, en los campos de la ciencia, las artes, las letras y todos los demás ámbitos del conocimiento. La verdad no es patrimonio específico o exclusivo de ninguna posición política, ideológica, doctrinaria o filosófica. Por consiguiente, no pertenece al gobierno ni a sus adversarios. Mucho menos a tendencias o posiciones exclusivistas o proclives al desconcierto, la corrupción, la improvisación y la ineptitud.

El hecho de que, en virtud del señalado Decreto Nº 3.444 (publicado en la Gaceta Oficial Nº 5.758 – Extraordinario), se transfieran atribuciones que corresponden al Consejo Nacional de Universidades y la OPSU al Ministerio de Educación Superior, constituye una modificación irrita de la Ley de Universidades, hecho cumplido al emplearse un procedimiento distinto al contemplado constitucional y legalmente para modificar una Ley, es decir, violando expresas normas de rango superior; máxime cuando tales atribuciones han sido establecidas con exclusividad para el CNU. Se trata entonces, de un propósito que cercena la autonomía universitaria: compete directamente a las universidades y sus organismos especializados (el CNU y su ente asesor, la OPSU), conforme con la Ley que rige la materia, el cabal ejercicio de esas atribuciones y no a la intervención directa del sector oficialista. Las Universidades no se deben al gobierno (sea el que sea), sino a la comunidad en general. Por tanto, debe preservarse su característica esencial como ente autónomo para el desarrollo y consecución de sus fines trascendentes.

A lo expuesto, nos permitimos agregar el razonamiento expresado por los integrantes del Núcleo de Decanos de Derecho y de las Facultades de Ciencias Jurídicas y Políticas del país, quienes al examinar el Decreto que comentamos, en documento público han hecho énfasis en el hecho de que “…ni siquiera mediante una reforma de la Ley de Universidades sería lícito un monopolio del Ministerio de Educación Superior sobre las atribuciones señaladas, pues el modelo en vigor protege significativamente la autonomía universitaria constitucionalmente consagrada (art.109) al reconocer a las Universidades una participación decisiva en la dirección, coordinación y supervisión de las propias Universidades, por lo que la supresión de este modelo y su sustitución por una absoluta concentración de competencias en cabeza del Ministerio de Educación Superior implicaría un serio retroceso en el nivel de protección de la garantía o derecho a la autonomía universitaria y de la participación que la Constitución proclama, todo lo cual atentaría contra la progresividad en materia de derechos humanos consagrada en el artículo 19 de la Constitución, que prohíbe la eliminación o franca reducción del grado de tutela conferida a los derechos humanos o constitucionales”, criterio que deja bien clara la motivación que jurídicamente justifica la preocupación que ha surgido en el seno de la Academia ante este nuevo atentado contra la esencia autonómica de las universidades.

Nunca los gobiernos de tendencia autocrática estuvieron de acuerdo con la existencia de una Universidad autónoma. En el caso nuestro –por ejemplo- José Tadeo Monagas y Antonio Guzmán Blanco, entre otros, se destacaron por su aviesa persecución y descarado acoso a la institución universitaria. Modernamente, los despotismos nazifascistas y estalinianos, así como toda la larga gama de tiranías y dictaduras militares, tanto en África como en América Latina, no han escatimado esfuerzos –utilizando los recursos del poder- para someter las universidades y convertirlas en meros instrumentos al servicio de una determinada posición exclusivista y sectaria.

El ataque a la Academia es asimismo, hoy más que nunca, una afrenta al mensaje y memoria de El Libertador, egregio dirigente que en diversas ocasiones no descuidó las universidades porque en su opinión ético-política las valoró en su amplia dimensión progresista y reconoció su importancia y trascendencia, como que además de múltiples decisiones a favor del fomento educativo en general, el 24 de junio de 1827 dictó un cuerpo normativo para el funcionamiento de la Universidad de Caracas, calificado como uno de los más avanzados en su tiempo y circunstancia; precisamente texto que consagraba el necesario respeto y protección a la plena autonomía para las Casas de Estudios Superiores, máxime cuando el gran líder entendió que correspondía (y corresponde) al Estado no escatimar la debida cooperación y protección de su autoridad para que la Universidad cumpla a cabalidad con su alta misión, sin intervención, dominio o injerencia interesada de gobierno alguno, criterio que reflejó sin ninguna duda otra de sus facetas como demócrata convencido y enemigo de la concentración y abuso del poder, credo que siempre ha sido ignorado por quienes se han valido de su nombre para justificar sus disparates y desafueros.

Finalmente, una breve reflexión complementaria: para enfrentar las tentativas de predominio y sometimiento, cercenadora y ahogadora de la autonomía universitaria, pensamos que los integrantes de la comunidad universitaria deben hacer valer el conjunto de elementos que conforman la misión de la universidad. Por consiguiente, el cometido esencial que corresponde a la universidad, esto es, su verdadera misión, en el aspecto ético, debe esforzarse por difundir insoslayablemente los valores que enaltezcan la persona humana y su dignidad. A la par, en el plano científico-académico tal tarea implica hacer que la institución universitaria marche acorde con las exigencias que emanan de la realidad social, en especial aquellas que demandan la promoción y amplia difusión de las fuentes del conocimiento, con sentido interdisciplinario, hacia todos los estratos sociales, particularmente en los sectores menos favorecidos en la distribución de la riqueza. Asimismo, ante los problemas y desajustes que perturban la Nación, a la universidad le incumbe grandes responsabilidades. Una de ellas, es advertir y señalar con sentido crítico los yerros y rémoras que afectan al país y contribuir a solucionarlos de modo efectivo. A este respecto, recordamos el sentido normativo y definitorio del Art. 2 de la hoy vulnerada Ley de Universidades, texto que nos expresa con claridad que: «…las Universidades son Instituciones al servicio de la Nación y a ellas corresponde colaborar en la orientación de la vida del país mediante su contribución doctrinaria en el esclarecimiento de los problemas nacionales«. Evidentemente, si hay natural discrepancia en el camino, se entiende que la universidad es factor necesario para el logro del consenso entre pareceres y opiniones divergentes. En ello, encontramos el fiel reflejo del carácter pluralista y democrático que se advirtió en la universidad desde sus albores. Vale decir, la universidad constituye un bastión de primer orden en la defensa de la democracia; por ello, debe rechazar de plano cualquier intento que vulnere su misión.

No cabe duda, ahora más que nunca, la universidad constituye la institución social cuya tarea esencial -por excelencia- es la búsqueda, enseñanza y difusión del saber científico en pos de la defensa del Bien Común y la instauración de la Justicia Social y, como consecuencia directa de ello, el más importante baluarte a favor de la auténtica democracia y contra la anarquía; esto es, instrumento protector de la libre confrontación de ideas y defensor de la tolerancia.

Sería iluso negar que gran parte del progreso del país se deba a la presencia y actividad de nuestras universidades. La formación y capacitación de profesionales en los distintos campos del saber humano, así como el aporte para el desarrollo de las ciencias, las artes y las letras venezolanas, han hallado en la Universidad una de las fuentes de mayor significación e importancia. Los recursos universitarios, especialmente los reflejados materialmente en la vasta obra producida en el campo de la docencia, investigación y extensión, han constituido elementos de especial relevancia en las tareas en pro del desarrollo nacional. En ese patriótico empeño están consubstanciados los obreros, empleados y estudiantes universitarios, quienes de consuno con el profesorado, tienen bien claro el real papel que incumbe a la institución universitaria y, por consiguiente, la necesidad de preservar y defender su autonomía. Es cierto que en su seno hay aspectos que ameritan no solo de reflexiones críticas constructivas sino medidas eficaces en función de lograr mejoras útiles y oportunas, lo que –al mismo tiempo- precisa el concurso permanente y decidido de los miembros de su comunidad para adelantar las transformaciones necesarias para su perfectibilidad.

Falta mucho por hacer y precisamente de las propias instituciones universitarias se esperan indiscutiblemente mayores aportaciones en función del progreso nacional en todos sus órdenes y aspectos. Ahora bien, para fraguar y consolidar ese propósito –ahora más que nunca- se reclama y exige la cabal presencia de un régimen de libertades, dentro del cual se garantice plena y eficazmente la autonomía universitaria, también elemento necesario para el perfeccionamiento del sistema democrático. Con toda evidencia, no podrá ser edificada y perfeccionada una sociedad humanista y solidaria, sin la presencia de una Universidad libre y democrática.

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