Opinión Nacional

Bono, economista

Un día de 1999, en Boston, la secretaria de Jeffrey Sachs, ese brillante economista-predicador a quienes muchos de sus detractores intelectuales consideran peligrosamente ingenuo, llamó a Robert J. Barro, destacado académico de Harvard, por entonces entusiasta y articulado estudioso de las «expectativas racionales». Sachs quería invitarlo a almorzar «con míster Bono».

-¿Míster Bono? -preguntó Barro, muy confundido-.

No atinaba a imaginar de qué universidad u organismo podría ser el tercer comensal.

-¡Es Bono, míster Barro, el líder de la banda «U2»! – dijo la secretaria, entusiasmada-. Quiere cambiar impresiones con ustedes dos sobre su campaña Jubileo 2000 (Jubilee 2000).

Sin duda, ser una estrella de rock facilita este tipo de intercambios con economistas de alta competencia. Jubileo 2000 era, en aquel momento, una iniciativa de Bono que aspiraba a convertirse en un movimiento global en pro de la condonación de la deuda externa de los países más pobres del planeta. El instinto del austero y formalísimo Barro le aconsejó declinar la invitación, pero su hija, Lisa, experta en estrellas de rock, estaba tan impresionada por la invitación que a Barro no le quedó más salida que aceptar.

Durante el almuerzo, Barro se las arregló para dejar muy claro que no creía ser la persona adecuada. «No se veía», como suele decirse, a sí mismo metido en el comité promotor de una idea tan a la izquierda de sus propias, ortodoxas convicciones. Y preguntó al rockero por qué había pensado justamente en él.

Bono dijo que, justamente, lo que se proponía era ver si era posible persuadir a economistas conservadores de alto nivel -y Barro encajaba como pocos en ese «perfil»-, de la sensatez que creía implícita en la campaña. Hizo una precisión: no estaba interesado en abanderar un paquete de ayuda directa global, sino más bien en «empujar» la idea de que aliviar la deuda era la mejor manera de promover políticas económicas sensatas. Llegó al extremo de decir, usando con soltura la jerga de las organizaciones multilaterales, que el alivio de la deuda debería condicionarse al compromiso de cada país pobre de usar el dinero liberado en inversiones productivas hechas con suma transparencia.

Aunque Barro quedó, inicialmente, muy impresionado al apreciar que Bono desgranaba categorías de diversas teorías del desarrollo con el aplomo de un profesor de posgrado o un redactor «senior» del Financial Times, logró recuperarse lo suficiente para decir que esas «condicionalidades» corrían el riesgo de no poder ser certificadas jamás. Por ello estaba radicalmente opuesto a aliviar deuda a cambio de promover políticas públicas sanas: le parecía, en el mejor de los casos, una ingenuidad bien intencionada.

Y reforzó su argumento cantándole a Bono un par de estrofas -money for nothing- de una canción de otro grupo de rock, Dire Straits, dando a entender que money for nothing era una descripción muy apta de lo que Bono podía esperar en el improbable caso de que su iniciativa prosperase. Eso era lo que mostraba la experiencia: el dinero gratis tiende a ser dañino para el crecimiento. El crecimiento, argumentó Barro, se vería mejor servido en aquellos países que ganasen reputación de honrar su deuda externa y otros acuerdos.

Sachs, por su parte, declaró que nunca había creído que declararse en default había dañado irrecuperablemente la reputación financiera de un país y el almuerzo finalizó cordialmente, charlando de otros temas, sin mayor trepidación.

Contra lo esperado por Barro, Bono y Sachs lograron atraer a la idea del Jubileo 2000 al entonces secretario del Tesoro, Larry Summers, y al ultraconservador senador Jesse Helms, quien ofreció una cena en la que el rockero conoció al «Quién-en-quién» washingtoniano.

Más sorprendente aún fue que aquel enérgico experimento en persuasión culminase en una ley, aprobada por el Congreso, que condonó $435 millones de deuda contraída con los Estados Unidos por algunos países pobres.

Dos años más tarde, Bono hizo una nueva parada en Boston, esta vez como parte de la gira de lanzamiento de su estupendo álbum All That You Can’t Leave Behind; el primero luego de una sequía creativa que había durado ya demasiado tiempo. Pero tenía otro compromiso, además del de llenar un estadio: pronunciar el discurso del «Día de la Promoción»- «Class Day»- con que aquel año Harvard despedía al contingente de estudiantes que, inmediatamente hicieron a Bono miembro honorario de la promoción 2001.

Más tarde, Bono, Sachs y Summers hablaron en el curso de una cena de gala en honor de la primera promoción de la reputada Escuela Kennedy del Centro Internacional para el Desarrollo. En el curso de la velada, la escuela distinguió a Bono con un master degree honoris causa.

Bono no ha cesado, hasta la fecha, de promover iniciativas humanitarias a escala mundial, todas ellas fundadas en una visión muy crítica de los países desarrollados y su desaprensión por el desarrollo de los países pobres, tal como lo entiende. Cuando en 2006, Jeffrey Sachs publicó su bestseller -El fin de la pobreza-, fue Bono el prologuista.

Ciertamente, uno puede discrepar o no de la visión de Sachs en materia de desarrollo económico, pero no desentenderse de la visibilidad que, con encomiable perseverancia, ha dado Bono a una idea que es difícil no juzgar capital: la necesidad de elevar a un público cada vez más vasto a las «alturas» del debate económico más trascendente, sin trivializarlo ni empobrecerlo.

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