Opinión Nacional

Cada cabeza es un mundo

La verdad es que ciertas costumbres dan mucho que pensar. Por ejemplo, hay gente en apariencia muy sensata, toda seria ella que ante el mínimo descuido hace las veces de jóvenes incontrolables, de rebeldes sin causa, porque sí, a punta de simple inmadurez. Dos ejemplos: 1) le muestran las nalgas al rojo del semáforo (metáfora cuyo asunto literal consiste en atravesar el cruce a cien kilómetros por hora), y 2) gozan de lo lindo justo cuando se burlan de alguien en la cola del cine, adelantándosele.

Todas ellas, y otras que no voy a mencionar porque para nada se trata de un catálogo, hacen fruncir algunos ceños. Quienes los fruncen, claro, en general han sido piezas clave, actores principales (entre ellos yo), ni más ni menos que protagonistas de hechos parecidos. Pero una entre todas, una de tales costumbres, presente en mi memoria desde que era un imberbe, no deja de batir las alas y llamar la atención, sobre todo porque a medida que transcurre el tiempo parece abrazarse con dientes y uñas a la cotidianidad, a esa especie de pasta gelatinosa que son los días, meses o años cuando la costumbre decide anidar tranquilamente en ellos.

Por más vueltas que le dé, cualquier explicación luce insuficiente. A estas alturas uno sabe, de algún modo ha racionalizado que el misterio pone sal a la vida, de modo que conductas intrigantes, atmósferas casi góticas o simples escenas punzantes, llenas de curiosidades, dan para ejercer de detectives aunque no lo sepamos, son invitaciones a husmear en lo que nos rodea y las más de las veces aceptamos sin estar muy conscientes de ello.

En fin, que el repique del teléfono ha sobrepasado las expectativas. Suena una vez, y por muy cerca que se encuentre usted del aparato no se molesta en descolgar. Cada vez son más (lo he comprobado a fuerza de pura observación a lo Poirot) las personas que, con ejemplar obstinación, esperan el tercer timbrazo, y entonces sí, allá voy, aló y hola qué tal y blablablá.

Es un misterio que enlaza a la máquina y al hombre. Los une a través de la intriga. ¿Qué relación existirá entre una y otro? Un amigo me contó que la explicación es sencilla: la gente espera que el aparatico suene tres o cuatro veces porque ahí se vuelca el sello humano por excelencia: la esperanza. Así, esa espera supone la ilusión de que aquella chica (o chico) se materialice en el auricular. Pero supone también un exorcismo: el que se espante por ejemplo a un cobrador, a la inoportuna intromisión de la voz que te recuerda el pago mínimo de Visa o Master Card.

Yo no sé. Imagino que cada quien puede darle vueltas al asunto hasta obtener, o creer que obtiene, sus respuestas. En cuanto a mí, desdeño esa posibilidad tan chata, tan de poca impronta ontológica dada por mi buen amigo. Digo yo que existirán otros motivos, mucho más dignos de un misterio de verdad, que se respete, que no se desvanezca ante una humorada inteligente, que nos mantenga haciéndonos morder las uñas. ¿Qué más podría uno esperar? De cualquier forma, allá uno con sus vainas. Cada cabeza es un mundo. ¿No le parece?.

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