Opinión Nacional

Caldo de odio

Muchos comentarios afilados hubo de parte de los lectores en la prensa digital cuando se conoció el asesinato que de su esposa confesó el boxeador Edwin “Inca” Valero.

Predominaron apreciaciones sentenciosas sobre la mala conducta del boxeador y propiciadoras de venganza, de la aplicación del “ojo por ojo, diente por diente” por parte de los familiares de la joven señora, la principal víctima del desenlace ese drama de pareja y familia.

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La emisión de comentarios sin miramiento ni conocimiento es un mal hábito que siempre ha estado presente, la novedad está en que ahora se formulan por escrito y los divulgan masivamente los medios de comunicación digital. Asunto que, valga la digresión, merece mayor atención de los editores de esas secciones.

El común de la gente no razona frente temas dolorosos como el del caso del púgil Valero, sino que condena sin dar oportunidad a la meditación.

Pareció que pocos de esos críticos se pasearon, antes de escribir, por el desconocimiento que tienen de las interioridades de la relación que existía en esa pareja y respecto a la posibilidad de que, como parecía, Valero estuviese trastornado mentalmente o maleado por drogadicción.

Incluso, esa última condición, en lugar de generar expresiones dirigidas a promover la atención que requería, sirvió como otro elemento de condena. La drogadicción, sépanlo los opinadores alegres de las páginas web, no la cura una celda ni una paliza, sino un tratamiento médico especializado suministrado a tiempo. Y un drogadicto no es por sí mismo un asesino, sino un enfermo al que debería prestársele atención para prevenir fatales desenlaces como el conocido.

De ninguna manera se minimiza con este punto de vista la atrocidad del crimen de la joven Jennifer Carolina de Valero que confesó el boxeador poco después de cometerlo en un hotel en Valencia. Lo que se manifiesta es la pavorosa impresión que causa la persistente insensibilidad de lectores que dan opiniones sin saber qué hay de fondo en los casos que ventilan y, en consecuencia, proceden sin pizca de piedad por el prójimo involucrado, cualquiera que éste sea.

Con la actitud propician el cultivo del odio en lugar de la caridad colectiva que requerimos como sociedad, además de que en alguna medida reflejan otra forma de desquiciamiento masivo que también requiere del urgente análisis de sociólogos y psicólogos para la búsqueda de paliativos que deben estar relacionados con la elevación de nuestros niveles educativos cívicos.

Ya se sabe, el “Inca” Valero aparentemente se suicidó. Quienes lo rociaron de odio deben estar ahora satisfechos. Dirán que bien muerto está.

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