Opinión Nacional

Comienza la violencia

La violencia está en el código genético del régimen. En su ideología, en sus prácticas y en su programa. Nació un 4 de febrero y, a pesar de los devaneos pacifistas que de tiempo en tiempo lo convocaban, la violencia asoma el hocico sin contención, cada vez que puede, para recordar que esto es una revolución.

Un día de hace muchos años, los próceres de esta hora consideraron que los objetivos de su lucha bien valían unos muertos. Se lanzaron al asalto del poder porque, según su visión, los males que se ahorraban con el ejercicio de la violencia eran superiores a los de conservar la democracia, a la que estimaban inaceptable. Así nació esta revolución, con la marca de la violencia en sus entrañas, y con la disposición de sus líderes a apelar a ésta siempre que los fines superiores que dicen defender lo reclamen.

Mientras que para un ciudadano educado en democracia la violencia es intolerable porque el Estado de derecho consagra mecanismos de resolución pacífica de los conflictos, para los que asaltan el poder la violencia es, entre otros, instrumento a la mano dependiendo de las circunstancias.

Durante casi tres años el régimen había insistido en su carácter pacífico y democrático. Para demostrarlo decían que no había ni un preso, ni un muerto. La cosa no es tan clara, sin embargo. Esta es una revolución socialmente sangrienta, a menos que los 70 o 100 muertos semanales no cuenten porque no hablan de política. Pero, haciendo abstracción de la mortandad debida a la criminalidad, la violencia se ha instalado desde que los actuales dueños del país consideraron que los opositores y los disidentes son “el enemigo” al cual hay que reducir.

Cuando Chávez comenzó a insultar a sus adversarios ejercía la violencia. La palabra, más aún si es la presidencial, es un acto político contundente: crea respetabilidad o arrincona, ensalza o escarnece, abre oportunidades o las cierra. Lina Ron elogiada por el Presidente, recibe el reconocimiento del “pueblo” particular de esta revolución; Ibéyise Pacheco y Patricia Poleo, escarnecidas por el poder, ven sus vidas en peligro.

Sin embargo, no es sólo la palabra. La voz presidencial es como esos temblores en el fondo del océano, que producen pequeñas, aceleradas e intermitentes ondas marinas que viajan miles de kilómetros, pero cuando llegan a la costa se transforman en temibles maremotos que todo lo arrasan. Es la voz de mando, violenta en sí misma, y portadora de mayor violencia. Las tropas de asalto lanzadas sobre transeúntes reconocidos como de la oposición en plena Plaza Bolívar de Caracas o sobre manifestaciones pacíficas como en Barquisimeto, Valera o Miraflores, constituyen expresión de la dinámica autónoma de la violencia.

Es verdad que en algunos casos son grupos de asalto mandados por los jefes del MVR, como documenta la prensa el caso de Barquisimeto, pero ya la violencia se ha instalado como un componente de la situación política y no requiere ser ordenada desde arriba. Se produce. Es la lógica interior de un proceso que no se defiende como una opción democrática (hoy puedo ganar y mañana puedo perder), sino que se defiende como una opción que se le impone a la sociedad, aunque esa opción haya pasado a ser minoría.

La voz de mando metida en los tuétanos de cada aprendiz de revolucionario es que “hay que dar la vida” (preferiblemente la del oponente, como siempre) en función de la revolución. El lenguaje que para empezar clama por dar la sangre y la vida, en defensa de lo que creen es su misión, termina haciendo de la sangre y de la vida elementos colocados en el mercado político: es lo que se apuesta. Y si alguien está dispuesto a dar su vida, ¿cómo es que no va a estar dispuesto a tomar la ajena? No todos, ni siquiera la mayoría, pero unos cuantos de los que participan en la dirección de la revolución han matado y mandado a matar; nunca les dio remordimiento, sólo se arrepienten de haber fracasado en otros tiempos. Si antes mataron inútilmente, ¿cómo no hacerlo ahora que puede ser tan productivo porque tienen el poder?

Viene la etapa de la violencia. Al comienzo es casual, dependiendo de los automatismos de los Círculos Revolucionarios: si les avisan a tiempo, si los compañeros están dispuestos cuando los adversarios se presenten. Poco a poco, la tendencia es que la sociedad vea con normalidad que cuando los opositores o, simplemente, los descontentos salgan a manifestar la revolución los apalee; poco a poco, la intimidación a los periodistas se convierte en elemento del paisaje social; poco a poco se pretenderá exiliar el descontento de las calles. Cierto, no hay muertos todavía; lo que hay son heridos. Los muertos pueden esperar, pero están en la estructura de este régimen. Así empezó, así ha continuado, así terminará.

Esos revolucionarios que alguna vez soñaron con un mundo diferente, lentamente se han transformado en sicarios. Se aparecen comandando los pelotones de asalto, son los que revisan las grabaciones de la Disip y la Dim, son los que sugieren a quién se espía, son los que diseñan la “guerra sucia”. El sueño bolchevique transformado en los juicios sumarísimos y las matanzas de Stalin. El esforzado dirigente que iba a contribuir con la aparición del “hombre nuevo”, ahora es un cancerbero en la pesadilla, un soplón, un “sapo”. Se organizan, se arman, abrevan recursos públicos, se preparan para la hora de “defender el proceso”.

En justicia hay que decir que no todos los que apoyan al gobierno están en esta línea, pero ya la violencia no depende de la línea trazada, sino de la naturaleza de la revolución en su etapa decadente.

Por eso, la acción pacífica y la defensa del cambio pacífico, no es sólo parte de una concepción civilizada que la oposición tiene que defender, sino que es la más poderosa denuncia ante las fuerzas que este régimen ha desatado y no puede, ni quiere, contener.

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