Opinión Nacional

¿Cómo se llamaba?

Fue un militar profesional. Apenas cifra en los quince años cuando se incorpora a las filas del ejército libertador. Su talento, su honestidad y su competencia fueron los motores de sus vertiginosos ascensos, nunca gratuitamente ganados, sino producto de realizaciones concretas y positivas. Su figura se agiganta cuando asume la responsabilidad de conducir la gloriosa batalla de Pichincha, donde conquista la independencia de una de nuestras más fraternas naciones del continente.

Como las de ningún otro fueron su consecuencia y su lealtad para con el jefe de la causa, pero nunca llegó a enturbiar tan nobles sentimientos con algún gesto de servilismo vergonzoso. Habiendo considerado en cierto momento que la orden recibida de realizar una determinada misión, era incompatible con su jerarquía, no ocultó su malestar personal. Con la habilidad y genio diplomático que lo distinguían, su superior le ofrece una elegante excusa al responderle que era él la única persona a quién podía confiar una tarea que a si mismo correspondía ejecutar, y, por añadidura, fragua para la historia el pragmático apotegma: “La gloria está en ser grande y en ser útil”.

Queriendo borrar cualquier equívoco, a poco le ratifica su plena confianza al discernirle la dirección y ejecución de la batalla de Ayacucho con la que, en un 9 de diciembre de 1824, rompió para siempre las cadenas que ataban las incipientes repúblicas americanas del yugo de un imperio extranjero.

Aún más. Nunca la grandeza y la magnanimidad de espíritu se habían manifestado con el esplendor de quien escribiera el resumen sucinto de la vida de uno de sus oficiales, quien continuaría su estela ejemplar con nuevos hechos que le atrajeron la admiración universal, entre otros, la más hermosa sentencia de derecho y moral humanitarios que jamás se haya pronunciado: “Nuestra justicia es la misma antes y después de la victoria”.

Los enemigos de la libertad, del derecho y de la justicia –que en toda época manifiestan sus bajos instintos— no podían ver con beneplácito una personalidad de tan extraordinaria proyección. El 4 de junio de 1830, en una oscura emboscada, balas asesinas pusieron fin a su impoluta existencia.

¿Cómo se llamaba esa preclara y excepcional figura?. No se llamaba Ernesto. Se llamaba Antonio José.

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