Opinión Nacional

Contra el crimen oficial y el turismo presidencial

El Gobierno de Coalición, entre 1959 y 1964,  se propuso desde un principio hacer buena la tesis del no reconocimiento de los gobiernos de facto, producto del asalto al poder y, en países gobernados constitucionalmente, por minorías armadas.  Y así procedió el gobierno de Venezuela, en una forma coherente y consecuente. La política exterior fue fiel a los módulos democráticos de su política interna.

Para mediados de 1963, la Dirección General de Policía (DIGEPOL) respondió categóricamente a un dictamen de una comisión de la Cámara de Diputados que daba nombres de detenidos pertenecientes a los partidos Comunista y MIR supuestamente torturados. Se dio el caso de un estudiante (joven rico que había cometido atracos, robando automóviles) que asaltó y trató de incendiar el garaje del Ministerio de Relaciones Interiores, siendo luego abofeteado por el mismo policía que lo había desarmado. Dicho policía fue detenido, en seguimiento de la norma firme del gobierno de respetar la dignidad humana y no cometer atropellos (Betancourt recordó que cumplió 20 años con un par de grillos en una prisión de Juan Vicente Gómez, por lo cual no comulgaba con los abusos).

Pero lo que estaba claro era la táctica del partido Comunista y del MIR, manipulando a jóvenes más o menos descentrados mentalmente para asesinar policías y realizar atracos, y que cuando eran apresados montaban en la Cámara de Diputados, con gran escenografía parlamentaria, una comedia sobre supuestas torturas. El gobierno le pedía a las autoridades policiales que se comportaran respetuosamente, pero no cobardemente, ya que la policía tenía el derecho a defenderse.

En el comunicado de la DIGEPOL se admitían las fallas de un organismo nuevo que se estaba enfrentando a un tipo de delito extraño a las tradiciones de Venezuela: el delito cobarde del llamado “tiro de cachito”, y la colocación de tacos de dinamita en obras públicas, entre otras actividades. Así como el gobierno no propiciaba y repudiaba las torturas, afirmaba que “la policía de Venezuela no está constituida por una asociación de carmelitas descalzas, sino por hombres que, por la función que desempeñan en la lucha contra el delito, deben hacer respetar la autoridad de la ley”.

Un caso particular, donde se buscó confundir y atacar al gobierno, fue la detención judicial del editor Miguel Angel Capriles, dueño de una cadena de periódicos y revistas. Fue una decisión de un juez de la República y por acusación que presentara Roberto Gabaldón Márquez, quien había sido representante del partido Unión Republicana Democrática en el Instituto Agrario Nacional; y que para el momento no era persona afecta al gobierno. La Policía Técnica Judicial sólo cumplió con el deber de ejecutar esa disposición judicial. El Presidente Betancourt llamó por teléfono al detenido y estuvieron de acuerdo en que así sucedía dentro de un régimen de derecho.

En materia internacional, el gobierno se afincó en las mejores tradiciones venezolanas y en textos explícitos de la Carta de Bogotá, ley multilateral constitutiva de la Organización de Estados Americanos. Venezuela negó automáticamente el reconocimiento de todos los gobiernos de facto surgidos en la América Latina como resultado del derrocamiento de gobiernos legítimamente constituidos. Se buscaba detener la marea de golpes de estado contra gobiernos constitucionales que reaparecía en América Latina, con alarmante parecido a lo que sucedió en 1948 y preparó la ominosa década del 50.

BOGOTA-CARACAS   

Durante esa década, en buena parte de las naciones de la América Latina,  no gobernaban los elegidos por el pueblo, sino los autoelectos mediante el asalto y la violencia. En esta política principista Venezuela no estaba acompañada de muchos gobiernos americanos. Inclusive el más poderosos entre ellos, y el más llamado por su propio interés a ejercitar con energía un liderato democrático, los EE UU, había adoptado ante el problema de los golpes de estado una actitud pragmática u oportunista. Venezuela prefirió quedarse sola en compañía de unos pocos gobiernos consecuentes con lineamientos doctrinarios y jurídicos inobjetables, a trajinar la cómoda senda del unanimismo acomodaticio. Sabíamos que nuestra posición era justa; y que en política internacional las herejías, cuando tienen asideros de lógica, adquieren con el tiempo rango de verdades ortodoxas.

Venezuela pidió ante la OEA que se aplicara al gobierno de Cuba las sanciones previstas en el Tratado de Asistencia Recíproca de Río de Janeiro de 1947, a los gobiernos que realizaran actos de agresión contra un país de la comunidad americana. Las evidencias eran incontrastables en el sentido que desde Cuba no sólo se estimulaba por todos los medios imaginables el derrocamiento de nuestro gobierno democrático, sino que eran armas del arsenal bélico de ese país las que fueron transportadas a las costas venezolanas y descubiertas en el litoral de Paraguaná.

En el caso presentado por Venezuela, las pruebas de la agresión cubana eran concluyentes porque no se trataba sólo de fotografías aéreas de armas termonucleares instaladas en Cuba, sino de la evidencia física de las armas mismas trasladadas por el gobierno de Cuba a Venezuela, con documentos y pruebas fehacientes.

En esta política internacional, fuerza extraordinaria le dio al Gobierno de Coalición la manera de conducirse y comportarse el pueblo de Venezuela. En quienes no conocían la reciedumbre de su fibra democrática, produjo asombro la forma como respaldó al régimen constitucional ante los asaltos de los enemigos de todos los matices y tendencias. Este asombro adquiriría dimensión ecuménica, universal,  con motivo de la forma valiente, ordenada y pacífica con que la nación votaría en las elecciones del 1 de diciembre de 1964, y de la forma como las fuerzas de aire, mar y tierra de Venezuela, arma al brazo, garantizaron el derecho de los venezolanos a votar como quisieran y por quien quisieran.

De la misma manera, otro acto relevante en la política exterior fue la continuación de las conversaciones con el gobierno de Gran Bretaña referente a la revisión de los límites con la Guayana Británica, donde se solicitó la devolución del territorio que le fue arrebatado en virtud del laudo arbitral de París de 1899, donde el tribunal se excedió en sus atribuciones y dictó una línea de compromiso y no de derecho. La extensión de ese territorio abarca una superficie de 139.958 kilómetros cuadrados, que Gran Bretaña había reconocido hasta 1840 como perteneciente a Venezuela.

También encuadró dentro del enfoque de las relaciones internacionales el convenio de modus vivendi firmado entre legatarios del gobierno de Venezuela y los de la Santa Sede, convenio que para nada interfirió con el principio constitucional de la libertad y con el derecho tradicional de los venezolanos a profesar y practicar cualquier credo religioso, reconociéndose el derecho del Estado en la escogencia por la Santa Sede de las más altas autoridades de la Iglesia.  Se sustituyeron así los inoperantes cartabones contenidos en la Ley de Patronato Eclesiástico, legislación perteneciente casi a la prehistoria de nuestro derecho, por las normas más flexibles de un moderno modus vivendi cuidadosamente discutido.

Por otra parte,  se suscribió con Colombia, el 7 de agosto de 1963, el Acta de San Cristóbal, de contenido histórico: por primera vez dos mandatarios de países con extensos límites territoriales comunes se comprometieron a poner en marcha un plan de integración económica que coordinaría y vitalizaría los sistemas de producción en las zonas situadas en torno a los hitos demarcadores de sus respectivos espacios geográficos. Se dio allí un paso eficaz para ponerle cese al cantonalismo aislador y suicida en que han vivido los pueblos de hispanoamérica, olvidándose del lúcido concepto del Libertador: “Sólo la unión de los pueblos latinos de América los hará fuertes y respetables ante las demás naciones”.

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