Opinión Nacional

Cuánto sabe Internet

Alguna universidad de los Estados Unidos exige a sus alumnos que en sus trabajos pongan referencias «de papel», es decir, libros y revistas de papel, a fin de evitar que pongan solo URLs, es decir, direcciones de Internet. Los papers de los estudiantes se han llenado de paths de UNIX.

Pero, ¿es eso realmente un problema? Ciertamente descuidar toda fuente de información que no sea Internet suena a error. Suena a exceso. Pero en este caso estamos ante una situación similar a la que seguramente enfrentaron quienes usaron los primeros libros impresos: dejaron atrás los manuscritos como antigualla inoperante, costosa de reproducir, de trasladar, de almacenar. El único derecho a la vida de un manuscrito era su belleza, si la tenía. Pudiera pasar así con el libro de papel, hasta arribar a un mundo solo digital, como lo sueña y prefigura Nicholas Negroponte. El estudiante encuentra más expedita la referencia a Internet, menos engorrosa que acudir a una biblioteca, perquirir en el fichero, esperar a que aparezca el libro, que quien lo tiene ocupado lo devuelva, o que se lo busquen en otra biblioteca, luego rastrear el dato y la cita en las páginas del libro, copiar las palabras mediante el teclado o a través de un escáner; finalmente acudir al edificio a devolver el fajo de papeles encuadernados que llamamos libro… En cambio la información obtenida mediante Internet está a la mano do quiera que haya una computadora en red, se rastrea el texto con facilidad electrónica, se selecciona la cita, se copia, se pega en el texto del trabajo, se calca el URL para la bibliografía y listo. Es tal vez demasiado fácil.

Sin embargo, alegan las autoridades, la información obtenida por Internet no es confiable, hay mucha barredura, mucha piratería, mucha superficie. Como en todas partes, claro. Pero tal vez en Internet se presenta un problema que no existía antes. Cuando uno acudía a un médico tenía constancia de que estaba graduado y posgraduado en ciertas universidades reconocidas. Así constaba en el diploma pegado en la pared. Lo mismo con arquitectos, ingenieros y biólogos. No exigía uno tanto de un Licenciado en Letras o de un filósofo, porque esos no demuestran su competencia mostrando papelitos sino nada más actuando. Ningún rector garantiza poesía. Pero de todos modos, un diploma siempre daba cierto aval. Hoy han proliferado todas las formas de consulta profesional por Internet y uno no siempre tiene la competencia para discernir entre quienes saben de verdad y los charlatanes. Y aun teniéndola no siempre es obvio. Se ha dicho que la inteligencia artificial ocurre cuando uno no puede advertir si la máquina con la que se comunica es un humano o es una computadora perspicaz. Los gramáticos cartesianos decían que el modo de distinguir entre un autómata y un humano es la capacidad de lenguaje. Pero en este caso ¿cómo saber que alguien es competente para curarme la vesícula o para darme estadísticas de criminalidad en Guatemala entre 1934 y 1950?

Ciertamente uno debe referirse solo a páginas de instituciones y personalidades reconocidas, siempre que eso sea confiable, que no siempre lo es. No siempre lo es, pero al menos hay la probabilidad bien estadística de que sí. También queda intentar verificar la información en un sitio alternativo de Internet, indagar en listas de usuarios (Usenet) o de correo electrónico, acudir a los expertos, de viva voz o por correo electrónico, etc., señalar esos abrigos intelectuales en el trabajo, etc.

¿Cuándo llegarán a tener ese problema por cierto las universidades venezolanas? ¿Cuándo habrá abundancia suficiente de computadoras en red como para tener que enfrentar a los alumnos que solo dan URLs como referencias en sus trabajos?

Decía Gregory Bateson que «la información es la diferencia que hace la diferencia». Cuando sabemos algo lo distinguimos de otro algo. Uno aprende a distinguir, son las «ideas claras y distintas» de René Descartes. En Internet, sin embargo, todo es diferencia y todo es igualdad. Basta hacer una indagación en cualquier motor de búsqueda para que emerjan cientos, miles de páginas con más o menos la misma información. Con pequeños matices en la mayoría de los casos. A veces algo, cada cien documentos, resalta, pero hay que tener paciencia y una chequera generosa para pagar el tiempo de conexión. Se ha dicho profusamente de Internet: 1) la cantidad de información abruma, 2) su baja calidad es tumultuaria y fatigosa, 3) es necesario refinar las búsquedas, 4) hay que tener suerte para encontrar información valiosa. No es tan difícil y, sin embargo, encuentras siempre menos y más de lo que buscas. Menos porque con frecuencia sorprende la escasez de información sobre ciertos temas. Y más porque a veces encuentras lo que no se te ha perdido, es decir, información mejor que la que buscabas.

¿Cómo discernir esas cosas? Antes de Internet recurrías a dos expertos básicos: el librero y el bibliotecario, aparte de los especialistas en la materia. El librero te orientaba sobre las publicaciones vigentes, es decir, los libros y revistas no agotados, que había disponibles en los estantes o que se podían encargar. El bibliotecario conocía como nadie el catálogo y también los libros que podían servirnos, aunque la información que los representaba en el catálogo no declarase que podía servirnos. Tal vez queremos saber cierta cosa sobre la esperanza que está en un libro que habla de la siembra del coco. Eran los baquianos. Pero hoy ese librero y ese bibliotecario están condenados a ser más sabios, más ágiles, más juveniles y al mismo tiempo más reflexivos. Debiera haber, tal vez ya hay desde esta mañana, servicios que desbrocen previamente las fuentes de información para tenernos al tanto de lo que vale y lo que no vale en Internet. Sería inestimable que algún médico nos atendiese por Internet para decirnos qué páginas visitar entre las miles que mientan nuestra enfermedad. Las Ariadnas de Internet deben tener hilos más largos que la que guió a Teseo en el Laberinto de Creta. Ariadna desafió a su amiga Atenea en un torneo de tejido. La chica le ganó a la diosa, con lo que perpetró uno de los tres pecados capitales áticos: querer igualarse con un dios. La deidad, con lágrimas en los ojos, dice la historia, la tuvo que castigar porque así era de legalista la justicia divina que ni los dioses infringían las leyes que los mortales burlamos cada minuto. Y así convirtió a Ariadna en araña, que desde entonces teje sus telas en los rincones. Nuestra Ariadna de fin de milenio no solo debe tener hilos más largos, sino más complejos, es decir, telas de araña, que es propiamente la traducción del World Wide Web, ‘la telaraña mundial’.

He comparado la Red de redes, Internet, con la Biblioteca de Babel de Jorge Luis Borges (http://analitica.com/bitblio/rhernand/teoria.htm#Babel). Pero debo refinar la metáfora: la Biblioteca de Babel es ininteligible, pues estando en ella todos los textos posibles en todos los lenguajes posibles, la cantidad de libros es tan extenuante que la probabilidad de hallar un libro legible «es computable en cero», según palabras de Borges. En cambio en Internet todo texto tiene una legión de intérpretes. Más bien estamos en el caso contrario: en lugar de tener pocas probabilidades de tropezarte con un libro descifrable arrostras anaqueles y bibliotecas enteras de libros inteligibles. Entiendes demasiados y demasiado.

La memoria humana es diferente a la de la computadora. No es posible comparar la capacidad de un disco duro con la del cerebro. Ni operan del mismo modo. Buscas una información en tu disco duro y si tiene forma de texto bastará escribir una cadena para que la máquina te halle los documentos que la contienen. Mucho más de lo que tu cerebro hace cuando cierta frase «te suena» y no atinas con el documento que la entraña. Pero la miseria de la información digital se expone cuando tratas de buscar imágenes o sonidos. Si no tienen una descripción textual, la máquina no puede hacer nada. «Foto del picnic en Guatopo», «Primeros gorgoritos del bebé». Con esas descripciones cualquier máquina te ayuda. Pero qué hacer cuando la descripción no es suficiente, cuando en el picnic de Guatopo había una ceiba y andas buscando ceibas. La máquina no sabe de ceibas, no las reconoce a la vista, hay que nombrárselas. Su lucidez es ciega. No entienden lo que ven ni lo que oyen. Para eso estamos nosotros, que podemos reconocer rostros, sonidos y bailarlos si tienen compás que cogerles. Las máquinas no bailan.

Tu memoria trabaja por analogías, mientras la de tu computadora es digital, racional, numérica, discreta. Nuestro pensamiento, hasta donde se ha entendido, opera por retratos hablados, por patrones difusos que el cerebro organiza de un modo tan complejo que ni todas las computadoras de la Tierra trabajando en tándem podrían describir el proceso que te permite recordar tu primer beso. Estás en una fiesta, oyes cien voces simultáneas, pero solo atiendes la de la persona que tienes enfrente. Alguien detrás de ti profiere tu nombre y tu cerebro, que tiene un modo de rastrear permanentemente lo que oía y no escuchaba, desengancha la atención que prestabas al interlocutor, y oteas la voz que te nombró. Por eso la mamá duerme entre varios ruidos y solo la despierta el llanto de su bebé. Ese es el problema de Internet, que no puede desbrozar con rapidez entre miles de documentos.

La interfaz ideal ha sido descrita como el espejito mágico de la madrastra de Blanca Nieves. Prefiero la bola de cristal porque te tiene informaciones más variadas e importantes que saber quién es la más bonita, que todos sabemos ya que es Irene Sáez. La bola de cristal en cambio me dice todo, aparte de quién es la más sensual, que todos sabemos que es Rudy Rodríguez, porque lo sabe todo. Pero Internet es como Funes el Memorioso, de nuevo cito a Borges, que todo lo recordaba, cada latido de su corazón, cada forma caprichosa de las nubes de cierto día de marzo de 1931. Pero es un Funes demente, que recuerda al capricho las memorias más triviales. Quieres saber de zapatos y te informa desde cómo se hacen hasta los tacones de Marilyn Manson y cierto grupo de rock venezolano. Tienes que refinar, excluir a Marilyn Manson, a Zapato 3, escribir en Altavista ( http://www.altavista.com ) algo así como «shoes-marilyn-manson-zapato-3» (el signo menos excluye la cadena que le sigue; las mayúsculas no hacen falta). Pero si refinas demasiado echas por la borda tal vez la aguja del pajar, tiras el agua del baño con el niño dentro.

¿Qué hacer? ¿Esperar que las máquinas se vuelvan inteligentes algún día con su noche? No es mala expectativa, pero por el momento, como quedó dicho, debiéramos comenzar por dotar de Internet a todos nuestros estudiantes, desde el preescolar hasta el posdoctorado. Solo entonces tendrá sentido averiguar cuánto sabe Internet.

http://analitica.com/bitblio/rhernand/index.htm

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