Opinión Nacional

De la ducha al karaoke

Hay quienes se las arreglan muy bien para espantar el fastidio. Hay quienes después de una vida ajena a la naturaleza, cuando llega la jubilación, optan por meterse a ecologistas, a verdes, a vegetarianos. Lechuguinas andantes, lo cual está de maravillas por aquello de que cada cabeza es un mundo.

Hay gente light que toma digestivos luego del pollo a la plancha y cerdos que acaban con todo el licor del vecindario. Está requetebién. Ya los latinos con su proverbial sabiduría habían dado con la piedra filosofal trocada en verbo: bonum vinum laetificat cor hominis. El buen vino alegra el corazón del hombre. Qué verdad tan sabrosona y tan actual.

Pero nada como el canto. Los que tienen voz y cogen al toro por los cuernos porque sus gargantas sí que andan en línea directa con Orfeo, pasan. Serenateros de los buenos no es que se hallen en cualquier esquina, pero se encuentran, existen todavía. Otra cosa son quienes arrojan gallos, gemidos o falsetes acabando en chirridos hechos carne.

En la ducha están de lo mejor. Son artista y público, voz y oído, emisor y receptor, asunto de importancia capital cuando no existir es el estado que mejor les va, en esencia por la falta de consideración -maltrato estético en primer lugar- para con escuchas cuyas afecciones arrancan en el pabellón de la oreja, atraviesan la cadena de huesecillos y van a parar al mismísimo espíritu. No faltaba más.

Otro gallo cantaría, pues, si quien alebrestado y dispuesto a arrullar con su vocecilla de loro acatarrado fuese alguien con dos dedos de frente en cuestiones de la voz.. Qué va. Sobran los dislates. Si la ducha resulta inofensiva entre otras razones por el soliloquio musical que representan, basta un rato en el bar de Eusebio, que tiene un karaoke.

Y aquí el problema toca a todos porque se hace público. El bar de Eusebio, que antes ofrecía lo suficiente para entrarle a la conversa y empujarse unos tequilas, hoy por hoy brinda además el abanico completo de la escala musical, si es que alaridos destemplados caben en tal nomenclatura. Un karaoke es el omega, el punto último que la tecnología nos pone enfrente para meternos de cabeza en el mundo de los sueños. Un karaoke es el camino, la posibilidad al alcance de la mano para embolsillarse cinco minutos de fama.

De la prehistórica ducha, tímida y ensimismada, al apoteósico bum del karaoke media el trayecto de un viernes cualquiera, de una noche entusiasmada, de jolgorio y tragos que son como el empujoncito que faltaba. El oficinista serio, el señor Rodríguez, la gerente que no aparta un nudo de su cara amarrada todo el santo día -que bebe valeriana y masca chicle para espantar malos ratos- caen en brazos del aparatico, quién los viera, y el de Eusebio se transforma en el salón de la cantata.

Razones terapéuticas aparte, de la ducha al karaoke media también un malestar: el de quienes ni a palo soltarían sus voces (nada más que por espantosas) para jugar a Pavarotti y envalentonarse con las cuerdas vocales, lo cual les hace suponer razonamientos parecidos en los otros. Nada de eso.

La solución salta a la vista: coger los cachachás y mudarse de lugar. Qué se le va a hacer. Pero ya Tobías, amo y señor de aquella tasca de lo más apetecible, lo prometió el sábado y sin que le temblara el pulso: la próxima semana, a como dé lugar y porque sí, compra un karaoke.

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