Opinión Nacional

De poetas y aeropuertos

A mi soledad, amiga y carcelera, porque haciéndote evidente pretendo que te alejes y me des respiro

Al aeropuerto, frío hogar del viajero frecuente

“…pero hay que correr el riesgo

de levantarse y seguir cayendo”

Eterna soledad. M.Cantero/F.Staiti (Enanitos Verdes)

El aeropuerto de la ciudad de México es gigantesco y maneja un intenso tráfico aéreo. Sin embargo, a pesar de su extensión, de los ruidos y de la enorme cantidad de gente que transita por él, uno puede sentirlo familiar cuando por razones de trabajo se requiere frecuentarlo.

Entonces, la hostilidad y la agresividad de lo transitorio, que por definición es un aeropuerto, empieza a conocerse y a mirarse de otro modo. Se escogen los sanitarios que se saben más higiénicos y surge la preferencia por un determinado rincón de la sala de espera para leer a gusto un libro o repasar el tema de la clase que se va a dictar. Las tiendas se hacen conocidas, y también sus dependientes.

De vez en cuando, el aeropuerto brinda la emoción de cruzarse con alguna celebridad, un político, una actriz, un periodista, y de reojo analizamos sus medidas, su estatura y la calidad de su ropa para tener algo que contar en la oficina, mientras se toma en café de la mañana.

No deja de sorprender cómo hay siempre más personas recibiendo y despidiendo que viajando. Por cada viajero hay cuatro personas que lo van a dejar o que van a recogerlo, actitud derivada de la fuerte estructura familiar mexicana y de su ya conocida calidez.

El aeropuerto es un símbolo de libertad, es la puerta para salir de la rutina, el trampolín hacia lo nuevo, por eso genera una particular excitación.

Mis primeros cursos fuera de México me permitieron pasar a una dimensión de fiscalización nula que me atraía, a la posibilidad de dedicarme a mí al cien por ciento, sabiendo que, al final del curso, regresaría a la protección del nido.

A medida que los viajes se hicieron más frecuentes, y mi vida tomaba un rumbo más solitario, el aeropuerto se hacía más mío, en un sentido, pero también aumentaba mi anonimato entre toda esa gente que sólo pasaba temporalmente por allí, sin verme a los ojos, sin percibir mi presencia. Con un libro cerrado en las manos y el pase de abordar en el bolsillo suena en mi cabeza la canción del flaco Sabina: “…solo como un poeta en el aeropuerto, así estoy yo, así estoy yo sin ti…” ¡Qué imagen tan perfecta! Un poeta, un ser sensible, empático, profundo, enclavado en la transitoriedad del aeropuerto, profundamente solo.

Al llegar a mi destino me espera, en un lujoso hotel, la soledad de una habitación perfecta, ochenta y tres canales de televisión y un teléfono que nunca me acerca una voz cálida.

Cuando las llantas del avión friccionan nuevamente el suelo de la enorme capital mexicana, puedo ver cómo se encienden los celulares. “Ya aterrizamos, estoy bajando.” “Te veo en veinte minutos.” Yo me formo para comprar mi boleto de taxi. Ninguna de esas personas que estiran sus cuellos ante la puerta de llegadas me busca a mi. Y arrastrando mi maleta y mi tristeza me subo a un coche que me lleva a casa. No hace falta encender el celular, nadie va a llamar para saber de mi llegada.

Al menos trabajé el fin de semana; tuve contacto con jóvenes inquietos, que preferirían las ciencias políticas a la administración financiera, pero le encuentran mejores posibilidades de inserción en el mercado laboral. Tal vez tengan razón, lo que no deja de ser una pena. Yo me ocupé de dejar una pequeña semilla en ellos.

Los fines de semana que no doy clases transcurren en silencio entre la actividad física, las compras obligadas para la semana, la lectura y la música. Pero con una gran ausencia de afectos, con la mirada compasiva de esta amiga sutil que intenta decirme que no es tan malo, ni tan doloroso estar solo. Trato de pensarlo así, pero esta compañera obcecada que se instala sin permiso en mi sala y duerme en mi cama, me recuerda la distancia de lo familiar, que dejé tomando riesgos de los que no me arrepiento. Me recuerda el fracaso y el amor ausente, y que la vida se me escapa como el agua entre los dedos esperando a quien me rescate de la crueldad del silencio. Me recuerda lo sublime que puede ser un abrazo cuando está cargado de un sentimiento sincero.

La piel grita y se enrojece pidiendo una caricia auténtica y el alma se desgarra de dolor en el anonimato, en un túnel oscuro y frío que significa no ser nada para nadie.

Paso invisible, transparente para el mundo. La inexistencia destroza, aniquila la voluntad. Y se hace presente el profundo anhelo de recibir esa llamada, esa palabra, esa sonrisa que provoquen la sensación de sentirse valioso, valorado.

En honor a la verdad deberé admitir que tengo miedo de no volver a sentir otra vez aquello que me impulsó a cruzar fronteras y a rifarme la vida por amor. Tengo miedo de haber perdido el coraje y la entrega.

Muy dentro de mí, sin embargo, hay aún una personita esperanzada e ilusionada, que espera mirarse a los ojos de otra; y mientras siente la dulzura de una caricia en la cabeza pueda borrar las heridas del pasado y el dolor por lo perdido. Que espera volver a confiar para arriesgar todo nuevamente.

Dentro de mí existe la confianza de que volveré a sentir la mano cálida que apretando la mía me anime a continuar serena con mis pendientes.

Dentro de mí, muy adentro, construyo el momento en el que unos brazos seguros me reciban en el aeropuerto para poder derrumbarme en ellos después de una jornada intensa. Construyo el momento en el que apoye mi cabeza en un hombro amigo, y unos labios me susurren suavemente que todo está bien, que ya regresé a casa…

“Y algunas veces suelo recostar

mi cabeza en el hombro de la luna,

y le hablo de esa amante inoportuna

que se llama soledad.”

Joaquín Sabina

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[1] Investigadora de la Fundación para la cultura del maestro A.C. ([email protected] ; [email protected] )

Investigadora
Fundación para la Cultura del Maestro A.C.

Mier y Pesado 228 Col. Del Valle
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