Opinión Nacional

Derrotemos la melancolía

El venezolano, cada vez en mayor medida, está siendo atrapado por la melancolía. No es menester ser agudo observador para percibir tal estado de ánimo. Donde quiera que tienda la mirada captará la imagen de seres ensimismados, taciturnos. Quizá cavilan sobre cuanto ocurre a cada cual en su reducido mundo o a la Nación. Nadie puede siquiera imaginarlo, pero lo inexpresivo de sus rostros delata que la alegría se está escapando, que la esperanza en un futuro mejor comienza a desvanecerse.

Así en las filas para comprar las entradas del cine o del teatro, dentro del metro o del metrobús, en la barra de los bares o en las mesas de los restaurantes. No así en las busetas. Allí los rostros denotan la ira contenida contra quien interrumpe su tranquilidad espiritual, sus pensamientos en el futuro de la familia o su dolor, valla usted a saber, con la estridencia de unos altavoces que superan varias veces los decibeles tolerables por los humanos, verdaderos instrumentos de tortura por contaminación sonora, sin que ninguna autoridad que ponga coto a semejante agravio responsable, en parte, del desquiciamiento colectivo.

Ahora bien, cuando nos aventuramos por países del primer mundo, aun los más modestos, con el transcurrir de los días, nos asaltan sentimientos encontrados. Sin hacer comparaciones, queremos estar y no estar en el lugar que visitamos, queremos regresar y no regresar a nuestro país. Es la saudade, voz gallego-portuguesa que define, con mayor precisión, un estado de ánimo que no alcanza los niveles plenos de la melancolía, pero nos aproxima a la condición de taciturnos.

Porque, cómo no rememorar que alguna vez tuvimos una ciudad, un país en el cual se vivía sin sobresaltos puesto que los malvivientes sabían que “el crimen no paga”; uno en el cual se daba trato respetuoso a los mayores, se cuidaba de los niños y de los jóvenes, había cupo escolar, se recogía la basura, se respetaba la autonomía universitaria y la contratación colectiva de los trabajadores, el déficit hospitalario se batía en retirada, los cortes de energía eléctrica se hacían esporádicos, las jóvenes parejas tenían como adquirir vivienda propia, el Jefe del Estado no vituperaba a sus oponentes y un inmenso rosario de etcéteras dentro de las cuales destaca, si es que hablamos de calidad de vida, el poder caminar por las noches bajo un cielo cuajado de estrellas, tan esplendente como el de la campiña Toscana, sin temer el artero arrebatón o el disparo aleve segador de vidas.

Como las sociedades no perecen, por lo contrario se llenan de vida ante cada dificultad y a la venezolana, por su juventud, le faltan muchas por vadear, quienes con nuestras opiniones esparcimos algún mensaje, estamos obligados a regar y abonar la semilla de la esperanza, convocando a todos los venezolanos para que participen en la lucha contra la melancolía y derrotarla, a todos los actores políticos de oposición a fortalecer la unidad democrática, con dejación de ambiciones personales por muy legítimas que puedan ser, aunque tan sólo sea para no perecer hundidos en la nostalgia.

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