Economía Política de la Catástrofe
(%=Image(6284077,»R»)%) Hugo Chávez y sus ministros de la economía conducen al país hacia una catástrofe aún más profunda que la conocida. No faltan quienes atribuyan lo que acaece a los efectos devastadores de la ignorancia; aseguran que los taumaturgos al mando de la economía no saben lo que pasa cuando aprietan un botón en el panel de instrumentos o mueven una palanca desde arriba hacia abajo, como si estuvieran en un divertido juego de video.
Otros, consideran que lo que acontece en las cuevas donde se guarece el Gabinete Económico es producto del feroz Paro Cívico reciente. Por lo que la conducta oficial no sería más que la reacción explicable a acciones oposicionistas que, de no haber ocurrido, habrían permitido un deslizamiento más suave hacia el abismo. La diferencia con lo que ocurre ahora, sería que, si las cosas hubieran tomado otro rumbo, igual las víctimas habrían puesto sus delgados cuellos en la guillotina, pero más contentos.
El argumento de la ignorancia como fuerza inspiradora de la acción oficial no es nada deleznable; el propio Jefe de Estado despliega la barbarie con fruición. Igual cita a Nietzsche sin leerlo que los Manuscritos inéditos de Guaicaipuro. Muchos miembros del gobierno militan en el más poderoso de los partidos oficiales, el del analfabetismo intelectual. Pero no, no hay consuelo en que los miembros del Gabinete Económico no sepan lo que pasa; lo saben. De lo que ocurre, participan con deliberación y entusiasmo; además, se lo explican a su Jefe, quien lo traduce al lenguaje incivil y tabernario de sus cadenas.
Tampoco es verdad que las acciones en el campo económico se deban a unas reacciones contra el Paro, sugiriendo que, de no haber ocurrido, otros rumbos se habrían tomado. En primer lugar, toda esa discusión es absurda por indemostrable: nadie sabe lo que habría sido si no hubiera ocurrido lo que ocurrió; en segundo lugar, es una discusión sin sentido. El régimen ha actuado en reacción a las acciones que ha tomado la oposición, por las mismas razones que la oposición ha actuado como consecuencia de las acciones que ha desplegado el gobierno; no podía ser de otro modo, así ocurre en las guerras y Venezuela está en una guerra entre el autoritarismo y la democracia, en la que los movimientos de cada uno se explican junto a los del otro. El arrase con la economía es tan resultado del Paro como el Paro es resultado del desastre económico del año pasado (debe recordarse que el PIB se hundió casi 9 % en 2002). La atribución del desastre al Paro es mera propaganda que no debería consumir ni un minuto en el análisis.
Desbrozado de fruslerías el discurso oficial, se ve que el régimen tiene objetivos económicos y políticos definidos, perfectamente engranados entre sí. Las idioteces que cometen los clérigos de la revolución en su retórica, no deben distorsionar la mirada sobre el proyecto que está en marcha. Se trata de la liquidación del sector económico privado nacional, nacido al calor de la sustitución de importaciones y de las políticas empleadas por el Estado desde 1936 en adelante.
La condenación ontológica del lucro, por ser fuente y resultado de la corrupción, además de instrumento de explotación del trabajador, es un ensueño que todavía produce salivación en algunos burócratas de la hora actual; pero, más allá de esas pamplinas, en términos políticos, el régimen aspira a crear una clase empresarial nueva.
Para el logro de ese propósito se han dedicado a un desmantelamiento radical de los circuitos económicos existentes, con la excepción temporal de la banca, por haber sido forzada a ser la fuente de financiamiento de corto plazo del régimen. Lo que no han advertido los jefes de esta demencia –y allí cumple la ignorancia su irremplazable función- es que los circuitos económicos están compuestos por un sinnúmero de vasos capilares que se van construyendo a lo largo de décadas, que no son sustituibles sino por el oficio lento de la inversión, la producción, la circulación y el consumo de millones y millones de agentes individuales.
No es posible crear un empresario de un camarada con una bolsa de dólares en el lomo. El oficio empresarial, como lo han enseñado los últimos cinco siglos, es una larga paciencia, como dijera alguien de la democracia. Requiere tiempo; a veces, mucho tiempo. El otro obstáculo que se presenta para crear la nueva clase empresarial del régimen es que los sujetos de esa acción saben que no tienen ocasión para convertir el botín de los latrocinios en un respetable capital, aceptable en países serios. Tienen que moverse en efectivo, rápido, con testaferros, sin la tregua necesaria para añejarse como empresarios. Todos saben, en el país y en el extranjero, dentro del gobierno y fuera de éste, que vendrá el ajuste de cuentas; cuando se vea al pobrísimo Gordo Gilberto, que pegaba afiches en la campaña del 2000, hoy arrellanado en sus cuentas bancarias millonarias, sin haber movido un músculo que no sea el de la incondicionalidad; no le alcanzará toda esa plata para la fuga y los abogados. Es el fantasma de Vladimiro Montesinos el que en las noches les hala los deditos de los pies. Los teóricos de la revolución saben que los empresarios pueden ser muy ricos, pero los ricos no necesariamente son empresarios. A veces son ladrones.
Lo que el gobierno al final termina construyendo como grupo social, en ocasiones sin siquiera ver sus consecuencias finales, es un vasto sector de comisionistas para las gestiones ante el Estado y de cobradores de “vacunas” para prohibir o permitir invasiones de haciendas, o para saquear las obras de arte del Museo Caracas o para el meneo de ReCaDi-vi. En la cúspide de todo este desaguisado se encuentra que al sector comercial, en pleno, se le sustituye por el gobierno cubano, convertido en broker; y lo que queda de los sectores agrícola e industrial se va por el desaguadero de la importación indiscriminada. El petróleo nacionalizado se entrega en azafate de plata a las alegres Hermanas trasnacionales. 29 % hacia el foso tiene que admitir un incondicional Banco Central.
La idea, que no se le ocurrió ni a los más cipayos en la vieja República, es convertir a Venezuela en un país en alquiler, al cual vienen empresas extranjeras sin control, a cambio de lo cual pagan módicas sumas que el régimen se reparte para aplacar el descontento, lograr un mínimo de funcionamiento del aparato administrativo y saciar las necesidades de enriquecimiento de los próceres revolucionarios.
La lucha, tantas veces librada y tanta veces fallida, por concebir un país productivo, se abandona en aras del control total del “enemigo interno”, constituido para el régimen por empresarios y trabajadores rebeldes.
Convertir la República de Venezuela en una provincia en alquiler puede ser la única obra, devastadora y perversa como es, de la revolución cacofónica.