Opinión Nacional

El “Caballo” Fidel

Non si fa statua a nulla

Tomasso Campanella, Città del Sole, 1623

En el hipódromo de Constantinopla, donde se corría a la manera romana, había cuatro briosos corceles en bronce dorado que pasaron en 1204 como botín de cruzada a la iglesia de San Marcos de Venecia. Entre nosotros, los caballos pura sangre se destinan a padrotes o al matadero al cabo de cuatro años de ser expoliados. Uno quedó convertido en soberbia escultura en bronce para el hipódromo de la Rinconada; otro fue rescatado del matadero y embalsamado por el artista Miguel von Dangel para rendir un homenaje al propio padre. En vida, al premiarlos, esos espléndidos caballos lucen una corona de flores al cuello.

Tuvimos un célebre caballo, Cañonero, del que medio país estuvo pendiente a inicios de los setenta, y Cuba misma ostenta un campeón, todavía dando pelea: el “caballo” Fidel. Amante del básquetbol en su juventud jesuítica, ya universitario le tomará gusto a la política y a las armas. En su Cuba natal no cuenta con monumentos, quizá porque sería de mal gusto emparejarse con Saldan Hussein y concluir su vida feamente. Otros sí han sido efigiados, como el apóstol José Martí, el guerrillero heroico Ché Guevara y hasta el mismo beatle John Lennon, cuyas gafas desaparecen cada tanto. Allende la isla, hay bustos y estatuas del Ché en Bolivia, Argentina y Venezuela. Y si en La Habana apresan a un fotógrafo por intentar una figura en cera del “Caballo”, bajo la sospecha de una caricatura y no de impericia, fuera, las estatuas de Fidel comienzan a proliferan con sentidos contrapuestos.

En Nueva York, a fines de 2006 el artista Daniel Edwards ofreció su “Retrato de Fidel en el lecho de muerte” a la comunidad cubana en el exilio, y la indignación fue tal que el joven escultor donó su obra a la “gusanera” de Mayami para un funeral en donde un camión de basura fungió de coche fúnebre. Dos años antes alcancé a fotografiarme junto a una estatua de Fidel en una tienda turística en la isla Cozumel, del caribe mexicano; era en fibra de vidrio y servía como publicidad de los “habanos” en venta. Y en 2008, en San Telmo, Buenos Aires, se inauguró otra, como leyendo el menú, en el balcón de entrada del restorán Rey Castro, especializado en ropavieja, moros y cristianos, mojito y otras delicias caribeñas.

Y aquí mismito, en la esquina de Padre Sierra, dos consejos comunales promueven la erección de un busto de Fidel pero, dialécticos como debe ser, han solicitado que se eliminen de paso los negocios de fast food de las cercanías (Mac Donald en el Teatro Ayacucho, a un costado del Congreso y Wendy’s, al norte), para instalar una arepera socialista y un restorán de comida y música llaneras, respectivamente. En la otra esquina está el antiguo edificio La Francia, ya expropiado, sede del hipotético Museo Popular de la Revolución. Se supone que así el “Caballo” se sentirá más en su ambiente, aunque seguramente habría preferido una copia de La Bodeguita del Medio y el Floridita habaneros.

El busto de Castro es una réplica del que está en el Museo Nacional de Arte de Bielorrusia, hecho de bronce en 1973, por el autor Anatoli Anikeivich (1932-1989). Se anuncia uno próximo para Haití y otro para la Galería de Arte Nacional, que no atesora retratos de gente extraña al país. Mejor ubicación tendría en el Museo San Carlos, dedicado a historiar las luchas guerrilleras. Allí podría levantarse un stand con buena información sobre la frustrada invasión cubano-venezolana por Machurucuto en 1967, derrota que puso fin a la aventura guerillera auspiciada por Fidel Castro.

A fines del siglo XIX, entre el Capitolio y el hoy Palacio de las Academias, estuvo la estatua ecuestre de Guzmán Blanco, ida de bruces en dos ocasiones por manos estudiantiles, y cuyos restos se exhiben en la GAN y en la Fundación John Boulton. Qué buena zona para levantar un monumento al “caballo” Fidel, contra toda la pava que pueda convocar. Al campeón cubiche no lo enterraremos, bastará con sólo ponerle una corona… fúnebre.

 

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