Opinión Nacional

El complejo

Desde que Sigmund Freud acuñó el término complejo para referirse a las consecuencias de las emociones en estado reprimido, es mucho lo que ha avanzado la psiquiatría en el estudio de las manifestaciones externas o conductas de los seres humanos que sufren éstos y otros trastornos emocionales. Pero es mucho más lo que se ha extendido la popularización del concepto, tanto que el mundo está lleno de psiquiatras naif y en cada esquina puede encontrarse uno a cualquier viandante o buhonero que diagnostica a sus semejantes complejos de feo, de gordo, de pobre, de retaco, de impotente o de cualquier otra naturaleza. Un conocido chiste de psiquiatras se refiere al paciente que llega a la consulta de uno de estos especialistas y al ser interrogado por el galeno sobre el problema que lo aqueja, señala que ha ido allí porque sufre un terrible complejo de inferioridad. Es sometido a exámenes y test de distinta índole y al final recibe el dictamen: Amigo, usted no tiene ningún complejo de inferioridad, ¡usted es inferior! Evidentemente se trata de un chiste porque lo complejo de los complejos es que éstos suelen manifestarse de una manera opuesta a su verdadera esencia. Por ejemplo, es difícil que alguien que tiene un complejo de inferioridad, lo reconozca. Lo más común es que su manera de exteriorizarlo sea con grandes ínfulas y fanfarronerías. Se jorunga un poquito a cualquiera de esos guapetones que viven amenazando, retando, vociferando y sin duda lo que se encuentra es un cobarde que trata de ocultar a los demás y a sí mismo tal condición. Es lo que la sabiduría popular, mucho antes que Freud, definió con el refrán: “Dime de qué alardeas y te diré de qué careces”.

Uno no es psiquiatra pero le escriben y esa especie de tierra de nadie y de todos que es la psicología popular resulta campo fértil para cultivar teorías, hipótesis y aproximaciones que nos expliquen el comportamiento de las personas que nos rodean, incluidos por supuesto los que mas que rodearnos nos asfixian: nuestros gobernantes. Tales intentos han copado la escena nacional desde que el teniente coronel Chávez asumió el poder. Opinadores, articulistas, ciudadanos comunes, señoras que van al mercado, empresarios, sacerdotes se han pasado estos dos años (que no sabemos si son los primeros de los seis que dura el mandato constitucional o si son una ñapa de nuestra transitoriedad supra constitucional) analizando cada gesto, cada palabra, cada mueca, sonrisa, beso, abrazo, insulto, vulgaridad, amenaza, chiste, anatema, caimanera, cita bíblica o poética o filosófica y canción del Presidente para descubrir y redescubrir su estilo y ánimo pendenciero. La mayoría se coloca entonces en plan de consejero bonachón, de papá aconsejando a su díscolo hijito sobre las consecuencias de su mala conducta: Que si sigues así no vendrán los inversionistas extranjeros, que así no progresa el país, que si aquí hace falta armonía y unificación, que si el diálogo y el consenso y la concertación, que si las malas juntas y un sinfín de etcéteras. Tiempo perdido porque es pedirle a una persona que, sin ayuda especializada o profesional, se despoje del rasgo más característico de su personalidad.

Tomemos por ejemplo esta reedición de la Semana de la Patria que se proyecta iniciar el 2 de febrero, día de la ascensión al trono y que llegará a niveles de epopeya el 4 de febrero, noveno aniversario del debut en sociedad de Hugo Chávez. Hay disgusto hasta en los socios minoritarios del Gobierno, como el MAS, por el empeño en privilegiar esta última fecha mientras se pretende borrar de la historia el significado del 23 de Enero. ¿Podía esperarse algo distinto? El 23 de enero de 1958 fue la culminación exitosa, repetimos, EXITOSA, del propósito unánime del pueblo y de las Fuerzas Armadas por quitarse de encima el oprobio de diez años de dictadura. Si el coronel Hugo Trejo quien comandó la intentona del 1º de enero de ese mismo año hubiese triunfado, probablemente la fecha que habríamos celebrado por décadas habría sido ésa, pero fracasó. Imaginemos entonces mediante un viaje al absurdo que el Coronel Trejo, llegado unos años después a la presidencia de la República por la vía electoral, hubiese decidido transformar la fecha de su derrota en una efemérides. Guardando las distancias de toda índole, es como si, en caso de ser posible, Napoleón Bonaparte hubiese decretado el 18 de junio como día de júbilo para Francia por ser la fecha de su derrota en Waterloo. Más o menos como suponer a Adolfo Hitler obligando a todos los alemanes a festejar como Día de Gloria para la Raza Aria, el 6 de junio, fecha del desembarco aliado en Normandía.

Situémonos en la realidad dejando a un lado recordatorios que caen en saco roto como el nacimiento de la democracia el 23 de enero o los muertos, huérfanos y viudas del 4 de febrero. Aquí, de lo que se trata es de borrar, más de la mente propia que de la memoria colectiva, una derrota vergonzosa y vergonzante acompañada de una evidente falta de coraje. Cuestión de complejos pues.

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