Opinión Nacional

El enterrador

La historia de este gobierno es triste. Salta a la vista que de la ineptitud, la boconería, la arrogancia sin límites y el afán divisionista sólo se cosechan vendavales, cuestión innegable a estas alturas en el parapeto revolucionario que lanza pataletas y chillidos apenas comienza su debacle.

Imagínese usted, luego de haberlo tenido todo, luego de disfrutar de un poderío total que se dio la mano con la grosería, pues nada, el estrépito de la caída, el ruidoso silencio, el vacío que pega fuerte en las mismísimas tripas y que representa un sin fin de rostros exigiendo cuentas, clamando resultados, lanzando maldiciones.

Las explicaciones, claro, sobran. Una de ellas, predecible como era de esperarse, es la que truena con ahínco en las cuerdas vocales del ídolo con los pies de barro. O sea, la cantinflérica noción del eterno complot, de la imaginaria conspiración: Pérez es el cabecilla de un entramado de pura cepa hollywoodense, algo así como el «alter ego» tropical de un James Bond, de un Santo, mezclados con Blacamán, empeñado en llevar a cabo su pérfido plan que consiste en destruir la noble revolución que nos tiene acogotados. Es como para doblarse de la risa. Carlos Andrés, por ejemplo, en pleno lleva y trae con Eliécer Calzadilla, tramando el puntillazo final en algún oligárquico bar de la ciudad. Carlos Andrés en güisquicero dominó ultimando los detalles de su tajante manotazo y celebrando a la vez una descomunal tranca propiciada por la «compañera» Diana Gámez. Carlos Andrés dialogando en clave morse con el muy de cuidado Pedro Suárez. Carlos Andrés, carajo, el mismo que en este instante me interrumpe haciendo repicar mi intervenido teléfono para cuadrar el paso próximo, que será definitivo.

Chávez, temeroso hasta decir basta de la misma medicina, violenta y gorilesca, que hace años pretendió aplicar, terminó siendo el exacto clon de esos seres que juran ver fantasmas por doquier. El hombre se topa con ellos a plena luz del día. A diario, la sombra de alguno se le cuela espeluznante por el rabo del ojo. Chávez debe dar cuenta, estoy seguro, de una sensación helada, electrizante, que según los cuentos terroríficos producen los seres extraterrenales en quienes son capaces de percibirlos, pero jamás ha llegado a vislumbrar, creo también tener seguridad en esto, que tales apariciones le vienen de sus entrañas. Lógica conclusión: Chávez no es más, señoras y señores, que un fantasma de sí mismo.

El Presidente perdió toda dirección y en lugar de aproximarse a puerto seguro, se adentró en un mar de vientos encontrados que él fue caldeando mucho más. Se le olvidó lo relevante, es decir, que este es un pueblo pacífico, ingenuamente volcado en su inmensa mayoría hacia un «proyecto» ideado por un espectacular encantador de cobras, un mago sin par del bla, bla, bla. El Presidente olvidó gobernar y llevar a cabo lo que mínimamente podía exigírsele: que se batiera a duelo con la corrupción, con el desempleo, con la inseguridad, con las equivocadas políticas económicas, que propiciara una mejor educación, un mejor sistema de salud, y todo aquello que en fin constituye la turbina principal en todo equipo de gobierno.

Me da la impresión de que ya va siendo demasiado tarde, de que esta gente tuvo su buen cuarto de hora. Aquí hay muy poco espacio para enderezadas de último minuto, porque sencillamente el espíritu de la revolución es arrollador, en el peor sentido que el término implica, y por lo tanto excluyente, autoritario y violento. Estoy convencido de que este gobierno, cada vez con mayor intensidad, se complica peligrosa e irreversiblemente la existencia, pues su intrínseca testarudez (para muestra un botón: cree con terquedad de mula que en el país se está dando la bendita revolución) lo empuja al precipicio. Y es más, me atrevo a decir que el pueblo terminará sacándolo, echándolo vía procedimientos constitucionales, arrojándolo del sitio que una vez le otorgó.

Tristemente, la historia venezolana se muerde la cola hasta casi arrancársela. Este país se pasa, como dijo alguien, la mitad de su tiempo desvelándose por encaramar a un caudillo, a un iluminado en la presidencia, para luego terminar buscando cómo quitárselo de encima. Es un ciclo característico de la fisiología política latinoamericana. Pero ya Chávez, qué duda cabe, no es el primero ni en el corazón de la gente, ni, como consecuencia, en las encuestas, lo cual le crispa los humores y le desenmascara aún más. Por fortuna, tanto el 10 de diciembre como el 23 de enero que acaba de celebrarse, tienen hoy la imagen y el peso de una montaña. La democracia, imperfecta pero democracia al fin, anda fuertemente anclada en el alma de la mayoría. Ojalá que cuando la revolución se tome su paseo, lo cual parece ocurrirá más temprano que tarde, el péndulo de la historia no nos pegue, cuando venga de regreso, en plena frente, para que terminemos desterrando de una vez y en definitiva la consabida manía de realizar todo cuanto esté a nuestro alcance por montar a un ilusionista en el poder.

Chávez, como el avestruz, ha escondido la cabeza en el suelo y sólo escucha las voces que le cantan al oído lo que él quiere que le digan. Venezuela es un inmenso Tú y el gobiernito un Yo que no procura vías para el consenso, para la práctica de una sana y necesaria dialéctica, para tender puentes entre el allá y el aquí.

El Presidente aparece como personaje de una mala película de terror: solo, incrustado en una atmósfera muy parecida a eso que los estudiosos del arte llaman «kitsch», en una puesta en escena oscura, neblinosa y sombría avanza agotado, llevando a cuestas el instrumento de los sepultureros, la emblemática herramienta que utilizan para cavar. Sí, Chávez se entierra él mismo, y también al cúmulo de jurásicos fósiles que desde hace tres años había vuelto a medio respirar.

Descansen en paz, por los siglos de los siglos.

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