Opinión Nacional

El estado que somos

A esa isla que sobrevive en medio del naufragio se la debe cuidar, proteger, fortalecer, dotar de una dirección única colegiada que reúna a nuestros mejores representantes, dándole una estrategia de acción que apunte a un solo y trascendental objetivo: desalojar del Poder a la barbarie y restablecer, reconstruir y modernizar el Estado que podríamos ser. Y seremos. 

Es el imperativo categórico del momento.

 

1.- El régimen se equivoca si cree que la Venezuela que controlamos y que según las más importantes elecciones, con o sin Chávez, es indiscutible mayoría numérica – por no hablar de su densidad moral, su calidad cultural, educativa, académica, profesional y espiritual – no supo expresar su rechazo y conmoción ante el horrendo asesinato de una de nuestras más queridas figuras de manera violenta, furiosa, devastadora.

Si los millones de venezolanos hubieran salido a las calles por órdenes de nuestro liderazgo y le hubieran dado libre cauce a su indignación contra el máximo responsable de la sangrienta inmundicia reinante, hubiéramos vivido días de ira y de furia hasta hoy desconocidos por las nuevas generaciones de venezolanos. Y el 27 de febrero hubiera palidecido ante la emotividad desatada que hubiera roto diques y barreras. Porque razones sobraban y sobran: nuestra mayoría lleva 14 años sufriendo la odiosa discriminación, los abusos, los fraudes, los desafueros inconcebibles impuestos por una centena de desquiciados que aprovechando un grave momento de debilidad de nuestra sociedad se apoderaron de las instituciones y al amparo del profundo sentido de responsabilidad de nuestra gente, de nuestra mayoría, de nuestra cultura profundamente pacífica y democrática han podido estirar la cuerda de la tolerancia hasta extremos inconcebibles.

De manera que el régimen se equivoca si cree que la Venezuela que controlamos, que obedece a nuestras consignas y respeta nuestras decisiones, ha guardado una admirable compostura por miedo, en razón de la amenaza del Poder: es cultura política, no avasallamiento. No ha sido ni por temor a esas armas, impotentes ante el verdadero enemigo y ya aherrojadas ante un miserable invasor, ni por la esgrimida amenaza de los cerros. Todas las elecciones demuestran que ese pueblo humilde que sufre las peores consecuencias de la incuria y malignidad del gobierno – convertido en carne de cañón o víctima propiciatoria del hampa rojo rojita – que no hay otra, salvo la uniformada – también alimenta en su corazón una furia controlada. ¿O creen los malandros de la ultraizquierda al servicio de la tiranía cubana que los cerros están felices con la aterradora inseguridad, la espantosa inflación, el horrendo desabastecimiento y la humillación a que son sometidos a diario por quienes obedecen órdenes extranjeras, paridas en el delirio de la antípoda de nuestro sentido de pertenencia, de honor, de grandeza? Karl Marx nació hace siglo y medio en Treveris: ¿sabe una dolida y llorosa mujer que acaba de perder un hijo a manos del hampa quién carajos es Carlos Marx y dónde queda la ciudad de tan rocambolesca denominación? ¿Quién fue Lenin y la revolución de octubre? Si no lo sabe ni siquiera Diosdado Cabello, ¿por qué lo sabría la madre del asesino de Mónica Spear o el malandro que le descerrajó su pistola de alto poder de fuego?

2.- Porque no son Marx, ni Engels – cuyas obras conocemos como ni siquiera imaginan los Darío Vivas y las Cilias Flores, analfabetas empoderados que parasitan del abuso de sus incomprendidas teorías – los espíritus rectores de este descampado de atropellos, crímenes y desafueros. Detrás de Chávez y su régimen no están ni Marx ni Hegel. Están esas siniestras figuras hasta hace nada aborrecidas como Boves o Antoñanzas y hoy veneradas como el esclavista Ezequiel Zamora y sus huestes incendiarias, o como el bandolero Maisanta, erigido en prócer constituyente por llevar la sangre del falso Mesías: están las policías políticas de Juan Vicente Gómez y Pérez Jiménez. Lo peor de nuestra sociedad: la costra inmunda, inmoral y pervertida que yace en el trasfondo de nuestra nacionalidad. La que obedece y sigue a su élite de facinerosos tras el olor de un despojo o una limosna, como hienas carroñeras. Y sale a asesinar a mansalva para ejercer un nuevo derecho adquirido en estos 14 años de abusos y tropelías sistemáticas, amparadas desde las alturas del gobierno: asesinar impune y cobardemente al próximo.

Pues como bien lo afirma el constitucionalismo: una transgresión que se repite sin encontrar castigo, se convierte por el uso y la costumbre en un nuevo derecho adquirido. Por ello, desde un punto estrictamente filosófico, conceptual y jurídico: el hábito favorecido doscientas cuarenta mil veces por la impunidad ha estatuido el asesinato como un derecho. La banda que acechó y asesinó en despoblado, a mansalva y con alevosía a Mónica y su esposo no hacía más que hacer uso de un derecho adquirido. Santificado por Iris Varela y Rodríguez Torres. Así no se encuentre institucionalizado por la escritura explícita del Poder. Asesinar no es un crimen, si fortalece y entroniza al invasor nacional y extranjero y castiga a un escuálido, única amenaza a la barbarie dominante.

Nada de todo lo dicho es novedoso. Es lugar común de esa mayoría que no sólo ha sabido resistirse a la respuesta instintiva e inmediata del animal acosado y malherido – que eso manifiesta el sentimiento de la indiscutible mayoría nacional que expresamos y con la cual nos identificamos con alma, corazón, pensamiento y vida. Esa mayoría, que Luis Ugalde, un hombre a quien nadie en su sano juicio puede calificar de irracional o arbitrario no duda en valorar por lo menos en un 80% de nuestra población ciudadana, ha preferido mantenerse disciplinadamente a la espera de que se cumplan las condiciones objetivas y necesarias para desalojar al régimen como lo hemos pretendido desde el comienzo de nuestras luchas y reclamos: si es posible y no se nos obliga a recurrir a la razón de la fuerza, de manera constitucional y pacífica. ¿Miente quien afirma que esa sabia decisión ha permitido el cumplimiento de dos objetivos de magna política, perseguidos contra las más difíciles y en muy adversas circunstancias: convertirnos en absoluta mayoría sin haber derramado, por nuestra parte una sola gota de sangre?

Pues cualquier opinión en contrario es una aviesa, una indignante y aborrecible falacia: los asesinos de Puente Llaguno fueron pistoleros del régimen. Los asesinos de los primeros ataques de Plaza Altamira que costaran heridos graves fueron esbirros del régimen. Gouveia era y sigue siendo un asesino al servicio del régimen. Y los asesinatos que se le achacan a un hombre serio y ponderado hasta la exasperación como Henrique Capriles, fueron asesinos del régimen. Como los que asaltaron la comitiva de María Corina Machado y otros candidatos durante la campaña parlamentaria, como los diputados que la golpearan salvajemente a ella y a otros diputados nuestros en el hemiciclo ante la descarada y cínica aprobación de Diosdado Cabello, como los asesino de Kennedy, de los hermanos Fadoul, de la autopista Puerto Cabello Valencia – según constancia irrebatible de su pertenencia política. En rigor, asesinatos políticos, que los más de doscientos mil asesinatos acontecidos en estos 14 años, todos, sin excepción, son asesinatos políticos, producto directo de un régimen que desprecia profunda, visceral, políticamente la vida de nuestros connacionales.

3.- He tenido la satisfacción de asistir a dos juramentaciones: la de Antonio Ledezma en Caracas y la de David Smolanski en El Hatillo. Y he recibido allí el impacto de la densidad, la hondura, la seriedad, el alto sentido de responsabilidad de Estado de ellos y los respectivos concejales. El mismo alto sentido de Estatismo que Antonio Ledezma, David Smolanski, Gerardo Blyde, Henry Falcón manifestaron junto a todos nuestros alcaldes en su disciplinada comparecencia ante el requerimiento a un primer diálogo por parte del gobernante.

Y he tenido allí la comprobación práctica del resultado de 14 años de ponderado, acertado y disciplinado ejercicio de oposición democrática. El Estado que somos – y me refiero estrictamente a esa trascendental porción institucional de gobernaciones y alcaldías, de organizaciones políticas y de la sociedad civil, de iglesias, academias y universidades que sobreviven, así sea acosadas, perseguidas y menospreciadas entre las ruinas del naufragio de todas las instituciones fundamentales del Estado prácticamente pervertidas y en vías de extinción: la justicia, las fuerzas armadas, el parlamento y sobre todo un ejecutivo que aún no se sacude las dudas más que relevantes de su discutida legitimidad – ese Estado que somos, repito, es el único garante real, efectivo y legítimo de la existencia de Venezuela como Nación. Venezuela, la única, independiente, libre y soberana somos nosotros, la oposición, el Estado que a pesar de los pesares y contra todas las adversidades, aún seguimos y seguiremos siendo. El núcleo vital del Estado moderno, descentralizado y profundamente democrático que seremos.

Se suele argumentar, y con razón, que estamos sometidos al arbitrio de la tiranía cubana. A cuyo despótico e inhumano gobierno se han sometido en ominosa traición a nuestra soberanía desde Hugo Chávez, pasando por todos los cuerpos civiles y uniformados de gobierno, hasta Nicolás Maduro, el último de la fila. Pero debemos hacer una aclaración de extrema importancia: a 14 años del ejercicio tiránico del castrocomunismo, no existía en Cuba un Estado paralelo de la trascendencia, importancia y significación del Estado que nosotros, los opositores democráticos, somos. Cuba, la histórica, se había rendido agobiada y ensangrentada a los pies de la barbarie castrista y su mafia de bárbaros y forajidos asaltantes. Que desterrando, persiguiendo y encarcelando, o condenando a la voracidad de los tiburones, sus mejores aliado, pudo librarse del nervio democrático y civilizado de la cubanía.

Lo que sin embargo me conmueve, es esa vocación ya instintiva de la mejor venezolanidad por mantenerse fiel a su misión de Estado, al control de su visceral naturaleza belicosa y a apostar, por sobre los dolores, las angustias y las graves aflicciones que sufrimos, al control de nuestras emociones y a ponerlas al servicio de un avance sistemático, profundo y consecuente hacia la reconstrucción del dañado tejido social y la reconstrucción y modernización del Estado que fuimos, la obra magna de nuestro pueblo. A esa isla que sobrevive en medio del naufragio se la debe cuidar, fortalecer, proteger, dotar de una dirección única colegiada que reúna a nuestros mejores representantes, dándole una estrategia de acción que apunte a un solo y trascendental objetivo: desalojar del Poder a la barbarie y restablecer, reconstruir y modernizar el Estado que podríamos ser. Y seremos.

Es el imperativo categórico del momento.

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