Opinión Nacional

El futuro llegó con las primarias

Los organizadores de las primarias pensaron, esencialmente, en llevar a cabo un método sensato de unificación del electorado hacia la creación de una conducta uniforme que pudiera detener el continuismo de Chávez, pero el río se salió de cauce. La heterogeneidad y la dispersión del pasado se convirtieron poco a poco en un movimiento uniforme y vigoroso, capaz de ofrecer una alternativa de cambio y una fortaleza que no parecían posibles en la víspera, lo cual indicaba cómo los cálculos de los partidos políticos y de los voceros independientes reunidos en la MUD, habían tocado con certeza los resortes que podían convertir la flaqueza en fuerza. Sin embargo, el torbellino provocado por la convocatoria, que por fin se desató ante la perplejidad de propios y extraños, llegó al extremo de sobrepasar las metas acariciadas por los promotores y de aproximarse al propósito supremo de provocar una mudanza del curso de la historia. 

De allí las colas de votantes que nadie imaginó durante el día anterior, largas y entusiastas, y los millones de votos que sólo algunas mentes enfebrecidas llegaron a soñar antes del 12F. De allí también la sorpresa mayúscula del gobierno, que apenas esperaba una votación sin mayores consecuencias ante la que se manejaría valiéndose de las jactancias y las ventajas usuales. Nadie podía sentir el peso de la atmósfera impregnada de insólito calor que mueve la sensibilidad de las masas en el desarrollo de jornadas excepcionales, pese a que tenía ganas de asomarse desde hacía tiempo para ver cómo se salía con la suya, llamada por unas criaturas que no ocultaban las ganas de topar con auspicioso clima. Ya la osadía de la MUD, de llamar a todos los venezolanos a una consulta de civilidad jamás realizada, podía sugerir la sorpresa de un resultado digno de atención, pero nunca la conmoción que se llegó a producir, la exaltación que todavía nos conmueve. 

Los electores aprovecharon la ocasión, no sólo para votar por los candidatos sugeridos por los tratos de la dirigencia, sino también para debutar como representantes de una sociedad capaz de tomar decisiones en torno a nominaciones, pensamientos, estilos y fórmulas que no estaban cabalmente establecidos, o que no sabían a viejos o no lo parecían, o que proponían salidas de abierta rectificación sin generar una crisis del entorno; o, en especial, que se podían convertir en heraldos de una generación que estaba esperando la hora de mostrarse en una esplendidez retadora e inevitable. El 12F cristalizó un conjunto de conductas abocetadas por el movimiento estudiantil del lustro anterior, nuevo en la plaza y dispuesto a dejar su señal en situaciones distintas de lo propiamente universitario y alejadas de posiciones de retaguardia. También la madurez de quienes, después de una década de desengaños y tal vez movidos por el ejemplo de sus hijos y sus nietos, estaban en capacidad de cosechar el trigo de su pan sin las instrucciones de la labranza tradicional. De allí que pudiéramos presenciar el comienzo de un lapso caracterizado por un estreno concreto e irrebatible de civilidad, que quiere establecer un límite entre los amagos de futuro y el futuro propiamente dicho. Esa iniciación esperada, aunque seguramente para más tarde, pero también temida por los que tienen y guardan su techo bajo el cielo de la política venezolana, hizo su propio calendario y se presentó a la vista de todos el 12F. De allí las barbas necesitadas de remojo, en la acera de acá y en la del otro lado. 

Por fortuna, el debut del futuro fue contundente. La colosal distancia entre el candidato Capriles y el resto de los precandidatos inclina la balanza hacia un derrotero de primicias en torno a cuyo apoyo no caben las vacilaciones. El notable discurso de Pablo Pérez en el momento de reconocer la derrota, conmovedor por su entendimiento de lo que estaba realmente sucediendo y por una voluntad genuina de acompañar a quien demostró competencia excepcional en la anunciación de una política distinta, realza el primer capítulo de una proeza que puede ser fundamental para el rescate de la república. La aparición del ganador en la tribuna fue la primera ceremonia de los funerales del personalismo en el manejo de los negocios públicos. Han debido palparlo los venezolanos de los recientes tiempos, a quienes ha abrumado la carga de un cesarismo deplorable cuyo origen es antiguo. Cátedra de modestia, concordia, circunspección e inclusión partiendo de la cual se puede pensar, con fundado optimismo, en el comienzo de una historia diversa. 

El chavismo presenció en silencio el suceso, pero sólo al principio, quizá porque sintiera que observaba una contienda que podía dominar con las mañas habituales. El desfile de siempre se limitó a sus rutinas y los gritos de rigor se perdieron en el viento. Las fuerzas armadas fueron garantes de la normalidad y la esquina caliente no salió de sus confines. Sin embargo, después de calibrar la trascendencia de lo sucedido, ha puesto el empeño más grosero en desacreditarlo. El chavismo quiere ahora ensuciar el agua cristalina, a través de rastreros procedimientos que han respaldado sin pudor los poderes públicos, como si lo que viene se pudiera detener con zancadillas. La corriente parece incontenible para las interpretaciones petrificadas de la sociedad, para lo viejo y para lo menos viejo, pero sin turbulencias. El futuro no necesita caminos estridentes. 

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